miércoles, 3 de noviembre de 2021

Tres minutos

Eran las 20:26 cuando llegué a la parada de la Calle Ayala.

Me aproximé todo lo que pude al bordillo, pues la calle era bastante estrecha y los vehículos más grandes tendrían dificultad para pasar.   

Había dos personas esperando bajo el techo traslúcido. Aprecié cómo sus brazos se apretaban contra sendos costados, tratando de evitar que el frío se colase entre las fibras de su ropa.

Abrí la puerta en cuanto hube echado el freno de mano para que subieran.

La pasajera más joven dejó pasó al anciano, que subió los tres escalones con cierta dificultad.

Me pagó el billete y se acomodó en el primer asiento, justo a mis espaldas.

La chica subió después, pagó con su tarjeta de trasporte y se sentó tres filas más atrás.

Esperé, como era habitual, unos cuantos minutos más a que llegasen los rezagados. Sin embargo, parecía que aquel día no sería mucha la compañía que tendría durante el trayecto de vuelta a casa.

Esa parada sería la última del día antes de llegar a la estación principal, donde aparcaría el autobús y me iría a casa hasta la mañana siguiente.

Miré el reloj. Marcaba las 20:45.

Decidí dejar tres minutos más de cortesía. Aquel día no sentía mucha prisa por volver a casa, pues cenaría solo. Mi mujer y mi hijo estaban en la fiesta de cumpleaños de uno de mis sobrinos.

A las 20:47, viendo que nadie más iba a aparecer, cerré la puerta y emprendí la marcha.

Salí del pueblo y circulé por la calzada rural que habían decidido alumbrar hace poco. Las farolas, cargadas de luz solar, fueron encendiéndose, una a una, a mi paso.

“Buen invento”, pensé, “aunque de poco sirve si no alumbran al frente”.

Llegué al cruce y tomé la salida de la derecha en dirección a la ciudad.

“Dé usted las largas”, sugirió la voz ronca del anciano sentado tras de mí.

Realmente, no me había percatado de lo oscuro que estaba. Aquella noche sin luna parecía no sentir un atisbo de compasión hacia los que conducíamos a esas horas.

Le obedecí.

Tan solo escuchaba el ruido hosco del motor y los sonidos que profesaba el anciano, abriendo y cerrando la boca, pues, al parecer, tenía problemas con la dentadura.

El timbre de mi móvil rompió el silencio cuando me llegó un WhatsApp.

Aprovechando la tranquilidad de la carretera, decidí mirarlo rápidamente.

Era mi mujer, que me había mandado una foto de mi hijo con la nariz llena de nata.

Sonreí.

Cuando alcé la cabeza, divisé una estrecha silueta en el arcén, a unos diez metros de mi posición.

Me sorprendió y supuse que habría sufrido algún problema. Puse el intermitente y paré a escasos dos metros de ella.

Mis dos pasajeros murmuraban, preguntándose qué podría haber pasado. Sobre todo, teniendo en cuenta que era una mujer. Vestía un abrigo largo hasta los tobillos y un gorro de lana.

Me bajé y me dirigí hacia ella. El frío me caló los huesos.

— ¡Hola! —, saludé.

— ¿Tiene usted tres minutos? —inquirió clavándome unos grandes y suplicantes ojos verdes.

— ¿Le ha pasado algo, señorita?

— Mi hijo. Ha tropezado y se ha hecho daño en un tobillo. No puede caminar y pesa demasiado para mí… ¿Sería tan amable de acompañarme a buscarle?

— Por supuesto, cuente con ello.

Eché una ojeada al autobús. Los dos pasajeros miraban curiosos a través de los cristales de sus ventanas.

Les hice un gesto con la mano, indicándoles que volvería en seguida.

La mujer me guio. La maleza crujía bajo nuestros pies.

Enseguida divisé al hijo bajo un grupo pequeño de encinas, encogido sobre sí mismo.

— ¡Hola! —, saludé cuando me encontraba a unos pasos de distancia de él.

No me devolvió el saludo. Tampoco levantó la cabeza.

Solo pude apreciar cómo comenzaba a temblar.

Y sus espasmos eran cada vez más intensos.

— Señora, ¿su hijo está bien?

Ella se acercó corriendo a él y le rodeó con los brazos.

“Tranquilo”, musitaba.

Por un momento, sentí que se había olvidado de mi presencia, pues estaba tan absorta en consolarlo que nada parecía existir a su alrededor.

Entonces, el chico comenzó a proferir unos fuertes alaridos desgarradores, como si se tratase de un animal grande al que acabasen de acuchillar.

— ¡Señora! —, exclamé alarmado.

“Tranquilo, tranquilo…”, susurraba ella abrazándolo.

— Verá. No ha comido desde ayer… Está de muy mal humor… Ya sabe cómo son los niños.

La mujer alzó la mirada hasta mí por primera vez desde que habíamos llegado junto al crío. En ella denoté un ligero nerviosismo que me inquietó y puso mi cuerpo en estado de alarma.

— ¿Q-qué ha pasado? —¸ pregunté con voz entrecortada, sin mucha ilusión por saber la respuesta.

Diversos sonidos, provenientes de diferentes ubicaciones tras de mí, activaron todos mis sentidos.

Comencé a escuchar pasos. Machacaban las hojas secas.

Me giré bruscamente.

Cuatro figuras avanzaban hacia mi posición.

No me imaginaba de dónde habrían podido salir hasta que una quinta bajó de un salto de uno de los árboles y aterrizó a escasos centímetros de mí.

Pero, ¿qué clase de seres eran?

Eran muy altos, de casi dos metros. Además, estaban cubiertos de pies a cabeza por una especie de malla negra muy ceñida.

El que había bajado del árbol se aproximó tanto a mí que casi podía tocarlo con la punta de mi nariz.

Desprendía un olor a azufre tan fuerte que penetró mis fosas nasales y sentí que me inundó hasta el último rincón del cerebro.

Comencé a sentir los primeros síntomas de un venidero desvanecimiento, en forma de mareo.

El individuo, por denominarlo de alguna manera que permita ubicarlo en el mundo real, permanecía inmóvil, observándome erguido a escasos quince centímetros.

Aquellos compañeros suyos que ahora me rodeaban, le imitaban en actitud y sentía cómo me acechaban, sin inmutarse, sin dejarse distraer por cualquier otro estímulo que no procediese de mi cuerpo.

Los lobos habían acorralado al conejo y se limitaban a esperar el momento oportuno para arrojarse.

Entonces, el ser más cercano, hizo ademán de alzar su extremidad derecha, cuan larga y delgada era, y llevó sus dedos al extremo inferior del oscuro rostro. Aquellos dedos maltrechos que me recordaban a las finas ramas que encuentras por el bosque en una tarde de otoño.

Agarró el fino tejido que cubría su rostro y comenzó a tirar hacia arriba.

Un oscuro orificio que hacía las veces de boca, hizo aparición ante mis pávidos ojos. Dos hileras de dientes, afilados como agujas, resplandecieron en la oscuridad.

Alrededor de la comisura sin labios, la piel era pálida, rugosa y lánguida. Me produjo un rechazo instantáneo. La repugnancia más grande que jamás he sentido.

Con la vista aún fija en esos dientes, pude sentir la voz de la mujer que me había llevado hasta la que sabía que sería mi tumba.

“Perdóname”.

Giré temeroso mi mirada hacia ella. El niño entre sus brazos ya no temblaba. Ahora me observaba y al ver su rostro, sentí un escalofrío que me erizó el vello.

Un pequeño óvalo blanquecino, con dos ojos negros cargados de desesperación y una boca similar a la de mi ahora desenmascarado opresor, aunque más pequeña, parecía invitarme a su macabro aquelarre.

 

El anciano miró su reloj de muñeca. La inquietud se hacía física en su cuerpo mediante el tamborileo producido por su zapato sobre el suelo.

La chica no cesaba de mirar por la ventana, atusándose un mechón de pelo.

—Parece que ya viene—, dijo el anciano, aliviado.

Una figura emergió al borde del camino, deslizándose a paso lento en su dirección.

Cuando llegó a la puerta del autobús, la joven pasajera ya se había escondido en los asientos del final.

El anciano se acomodó en su asiento, como si esperase para darle la bienvenida a un viejo amigo.

The Chapter Hunter