- ¿Quién? - preguntó Julia emocionada. "A más gente, menos aburrimiento",
pensó.
- Se llama Elisabeth. No sé si tu padre te comentó algo del tema... Elisabeth
es mi pareja.
La chica no se sorprendió, más bien se sintió feliz por su tía. Ya no estaría
sola nunca más en aquella casa tan grande y alejada de la ciudad. Julia sentía
devoción por la tía Ana, era divertida y cariñosa. Seguro que compartía tales
atributos con Elisabeth.
La mañana del 25 de junio, los dos hermanos cargaron sendas maletas en el coche
de su padre y emprendieron el rumbo hacia el campo. Cuando llegaron, las dos
mujeres ya los estaban esperando en la verja con una amplia sonrisa. Al bajar
del coche, todos se saludaron con abrazos y besos.
Su padre se quedó a almorzar y se marchó por la tarde.
Aquella primera semana pasó entre juegos de mesa, películas, palomitas y
animales. La tía Ana criaba sus propias gallinas y conejos, y los chicos
le ayudaban. Elizabeth era fantástica y su tía parecía enormemente feliz en su
compañía.
Pero la madrugada del 3 de julio, Julia se arrepintió de haberse levantado a
por agua.
Desde el pasillo, vio una tenue luz anaranjada que entraba por las ventanas y
procedía del exterior. Se asomó y lo que vio la dejó helada. Allí estaba
Elisabeth, sola, sentada sobre la hierba, rodeada de velas, dibujando unos
extraños símbolos en diferentes hojas de papel. Recitaba una especie de oración
que la niña no lograba descifrar. Frente a ella había una pequeña forma sobre
el suelo. Cuando lo alzó, Julia comprobó que era uno de los conejos del corral
de su tía. Elisabeth sacó un cuchillo y le cortó la cabeza sin inmutarse.
La joven, asustada, volvió corriendo a su habitación, cerró la puerta y se
escondió bajo las sábanas. Temblaba. ¿Qué había hecho esa mujer con el pobre
animal?
Escuchó pisadas en el pasillo. Alguien se acercaba. ¿La habría visto Elisabeth?
Debía contárselo a su tía. Los pasos pasaron de largo.
Tres días transcurrieron y tres conejos más desaparecieron. Elisabeth
realizaba aquel extraño ritual cada noche. Julia no se atrevió a contárselo a
la tía Ana. Una tarde utilizó un viejo candado que encontró en el cobertizo
para cerrar la puerta del corral. Y aquella noche, Elisabeth no sacrificó
ningún conejo, sino una gallina.
Al día siguiente, la niña cerró la puerta del corral de las gallinas con una
soga, haciéndole todos los nudos que pudo.
Esa noche, no hubo ritual. Julia se asomó a la ventana de su habitación y el
exterior estaba desierto y en calma. Respiró aliviada. Si Elisabeth no podía
abrir los corrales, no mataría más animales y dejaría atrás su macabra afición.
Entonces, Julia distinguió una silueta afuera, en la oscuridad. Caminaba hacia
la casa lentamente. La niña continuó observando cómo se aproximaba hasta que
reconoció a Elisabeth. La mujer se frenó frente al porche. A Julia se le iba a
salir el corazón. Elisabeth alzó la cabeza en su dirección y la miró
directamente a los ojos. A Julia le dio un vuelco el corazón. Aquella mujer era
Elisabeth pero su rostro había cambiado. Sus facciones parecían las de otra
persona, era como si hubiera envejecido de repente. De su mano derecha pendía
una hoz cubierta de sangre.
Y entonces entró en la casa.
Julia despertó a su hermano y ambos corrieron a la habitación de su tía, jamás
había estado tan asustada, el pánico invadía cada uno de sus músculos.
Pero su tía no estaba ahí. ¿Dónde se habría metido? Los pasos de Elisabeth en
la planta inferior resonaban cada vez más cerca.
- !Tía Ana! ¡TÍA ANA! - gritó Julia por el pasillo. Pero nadie respondió.
No
tenía otra opción que bajar y correr hasta la casa de los vecinos más próximos,
que estaba a 15 min andando.
No se lo pensó dos veces y bajó las escaleras en silencio, con su hermano sobre
su espalda. Al asomarse abajo no vio a Elisabeth, parecía despejado. No perdió
tiempo y corrió hacia la puerta de entrada. Salió y lo que vio fuera la dejó
petrificada. Un grupo numeroso de figuras oscuras y encapuchadas rodeaban el
porche, alzaron la cara al verla y sus rostros quedaron iluminados por la tenue
luz del velón que cada uno sostenía entre sus manos. Miraban a los
hermanos fijamente, sin mover un músculo.
- ¡Socorro! ¡Ayudadme! ¡Esa mujer quiere hacernos daño!
Pero nadie se inmutó, parecían no escuchar sus súplicas.
Y Julia huyó con su hermano. Atravesó el círculo imaginario que parecían
conformar esos individuos y salió campo a través, sin mirar atrás. Corría y
corría, apretando fuertemente la mano de su hermano hasta que algo la hizo
frenar bruscamente. A unos metros de ella, pudo distinguir a la tía Ana. Allí
estaba, inmóvil, amarrada a un poste de madera, bocabajo, brazos en cruz, como
si se tratase de un macabro espantapájaros. La niña se acercó y la llamó,
"¿Tía, estás bien?", no hubo respuesta. No podía ver su cara, estaba
demasiado oscuro. Decidió palpar su rostro y un grito de horror se hizo eco en
mitad de la noche. No tenía ojos, se los habían sacado y Julia pudo palpar el
hueco húmedo y ensangrentado que había en su lugar.
Corrió, corrió, corrió sin parar. No fue consciente del cansancio hasta llegar
a casa de los vecinos. Aporreó la puerta hasta que salió la dueña. Y Julia se
echó a llorar.
La vecina les invitó a descansar en el sofá y les ofreció un par de mantas.
Julia respiró aliviada y decidió tratar de olvidar la imagen esperpéntica de su
tía, observando el salón pero, de repente, detuvo la vista sobre una imagen
enmarcada que pendía sobre la chimenea... ¿Qué era eso? Aquel símbolo le era familiar...
¿Dónde lo había visto antes?
- ¿Estás bien, cielo? - preguntó la vecina, que acababa de entrar en el salón
con sendas tazas de leche caliente.
- Nada, solo estoy asustada. ¿Ha llamado a la policía?
- Claro, están de camino.
Julia bebió y mientras sentía como el sopor invadía sus sentidos, la imagen
sobre la chimenea tomó forma en su recuerdo.
Era el extraño símbolo que Elisabeth dibujaba sin parar aquella noche del 3 de
julio.
The Chapter Hunter
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