Contaba
con tan solo once años cuando me dieron la peor noticia de toda mi vida, aunque
aún carecía de la adecuada madurez mental para ser consciente de ello.
Mi
madre había fallecido en un accidente, cuando la bicicleta que todos los días
la llevaba a abrir las puertas de su floristería en el centro de la ciudad, fue
brutalmente embestida por el Range Rover Evoque de un conductor embriagado por
los alevosos favores del alcohol y las drogas que, por supuesto, se dio a la
fuga.
La
mente de mi padre, apresada por la sombra del siniestro y fustigada por la
imposibilidad de perdonar al asesino de su alma gemela, decidió que lo más
sensato sería huir lo más lejos posible, olvidándose de aquella historia de
amor con tan trágico final y del fruto de esta: yo mismo.
Fue
pues mi abuela paterna el alma caritativa que decidió hacerse cargo de mí.
Crucé
el umbral de la gran puerta de madera oscura de roble que coronaba la entrada
de su enorme vivienda en la sierra. Los vivos colores de la vidriera que
adornaba su centro, contrastaban con el color negro de la madera.
La
casa estaba prácticamente aislada, encontrándose a una hora del pueblo más
cercano, limitando su compañía a la naturaleza salvaje y amparada por la bóveda
celeste.
Mi
abuela era alegre, divertida y simpática. Yo, en contraste, era tímido, callado
y bastante introvertido. La muerte de mi madre me sumió en un extraño sueño
macabro que me acompañaba tanto de día como de noche, y la sensación de
irrealidad se convirtió en una sombra que me acompañaba al despertar y parecía
darme una tregua al irme a dormir.
Al
día siguiente de mi llegada a la casa, mi abuela me pidió amablemente que le
ayudara a limpiar la piscina, alegando que se aproximaba la época estival,
pretendiendo de esta manera distraer mi mente y ayudar a volver a mi alma de
niño, que parecía haberse reducido a cenizas.
Aquella
primera semana transcurrió a modo de adaptación a mi nuevo hogar. Adecentamos
la piscina, ayudé a mi abuela a cocinar y limpiar, leímos algunos capítulos de
“Los Cinco y el Tesoro de la Isla”, vimos películas, comimos palomitas y
bajamos al pueblo a hacer la compra. Realmente, era feliz con ella y ella
conmigo, pues cada una de sus palabras estaba envuelta por una embriagadora
aura de cariño. Estábamos construyendo los cimientos de una pequeña pero feliz
familia.
La
segunda semana, me regaló un balón de fútbol y decidí salir al exterior a jugar
un rato con él.
Bordeaba
la casa, absorto en el movimiento de mis pies mientras la pelota pasaba de un
pie a otro, cuando vi la puerta.
Ubicada
en la fachada posterior, la habían pintado del mismo color que la pared, lo
cual dificultaba su visibilidad a simple vista.
Por
supuesto, mi curiosidad me arrastró como un imán hasta allí y levanté el
pequeño cerrojo que la mantenía sellada. Unas escaleras descendentes me dieron
la bienvenida al abrir la puerta. Me asomé, tratando de vislumbrar algo entre
la oscuridad que incrementaba cuanto más abajo tratase de llevar mi vista.
Busqué un interruptor que no tardé en encontrar y un “click” encendió una
bombilla que pendía hacia la mitad de las escaleras.
Comencé
a bajar lentamente. Los escalones crujían a cada paso que daba, como si
clamasen quejumbrosamente dándome un non-grato recibimiento. Pero aquel tétrico
sonido de la crujiente madera no achantó mi insaciable curiosidad por averiguar
qué había bajo el suelo de la casa de mi abuela, al final de aquel curioso
pasadizo desnivelado. Me sentía como el héroe que se adentra en una peligrosa
cueva, en busca de un tesoro escondido por algún pirata cojo y barbudo.
Al
llegar abajo, pude comprobar que continuaba un pasillo donde había varias cajas
apiladas a la derecha, mientras que, a la izquierda, solo se vislumbraba una
puerta de metal. Eché un vistazo a las cajas y vi que solo contenían latas y
botes de conservas, sacos de harina y maíz, y alguna que otra botella de vino.
Mi
decepción entró en escena al comprobar que no había nada de interesante en
aquel sótano oculto. Y entonces fijé mi mirada en aquella puerta. Me aproximé y
agarré el tirador, sin embargo, cuando traté de abrirlo me fue imposible, pues
estaba totalmente cerrada por fuera con llave. Golpeé la puerta con el puño un
par de veces y solo el eco me respondió.
La
inminente pregunta de por qué la abuela habría tomado tantas precauciones con
la seguridad de esa habitación asaltó mi mente, por supuesto, sin embargo, el
raciocinio que se puede tener a los once años me devolvió a la realidad. “Más
comida”, pensé recordando que la abuela solo bajaba a comprar de vez en cuando
y era mucha la cantidad que almacenaba para evitarse viajes innecesarios.
Posiblemente
la cerraría con llave para protegerla en caso de ladrones o incluso animales.
Decidí
salir de allí y buscar a mi abuela para aclarar aquella duda. Ya había colocado
mi pie derecho sobre el primer escalón cuando un chirrido me sobresaltó. Sonaba
como si alguien o algo hubiese arrastrado un mueble tras aquella puerta, dentro
de la habitación. Me quedé inmóvil al pie de las escaleras, sin darme la
vuelta. Esperé unas milésimas de segundo a que se repitiera un ruido semejante,
pero no ocurrió. Giré entonces sobre mis talones y me acerqué sigilosamente a
la puerta. Esperé. No escuchaba nada a parte del cantar de los pájaros en el
exterior. Apoyé mi oreja izquierda contra la chapa. Nada. Miré hacia mis pies.
Una tenue luz amarillenta se escurría bajo la puerta. Decidí agacharme y mirar
por debajo. Acababa de apoyar la rodilla izquierda sobre el suelo cuando algo
pequeño salió rodando de aquel cuarto, pasando bajo la puerta y colisionando
con mi zapatilla. Sentí cómo se aceleraba el corazón en mi pecho mientras daba
un salto hacia atrás, chocando contra las cajas. Miré, nunca sabré si por
curiosidad o por instinto, hacia abajo para comprobar qué era lo que había
rodado hasta mí.
Era
un pequeño guijarro.
Corrí
despavorido escaleras arriba.
Cuando
le conté a mi abuela lo que había ocurrido en aquel extraño sótano descubierto
por casualidad, me respondió con una sonora carcajada y achacó el perturbador
suceso a las ratas o incluso a un hurón que se habría colado. Respecto al
contenido de la habitación, no fueron muchos los detalles que me concedió, simplemente
aseguró que era un trastero donde había antiguallas que pensaba vender a algún
coleccionista por internet.
—Me gusta cerrarla con llave —argumentó, —puesto que no me gustaría que me
robasen lo que guardo dentro. Sé que algunos de esos muebles tienen valor.
A la mañana siguiente, un emergente
espíritu aventurero que desconocía hasta entonces, me obligó a descender de
nuevo por aquellas escaleras. Para mi sorpresa, me encontré con la puerta
exterior tajantemente cerrada por fuera. Tiré de ella con todas mis fuerzas y
forcé el pomo varias veces, pero no hubo éxito. Me di por vencido y decidí
olvidarme de todo aquello dándome un baño en la piscina.
El mismo día, después de comer, ayudé a
la abuela a recoger la mesa y subí a mi habitación a descansar un rato. Me
quedé dormido y no sé qué hora era cuando un sonido en el exterior me despertó.
Me asomé a la ventana y vi pasar a la abuela con un par de bolsas. La observé
hasta que giró la esquina de la casa y entonces corrí hacia el fondo del
pasillo, donde otra pequeña ventana ovalada daba justo al lugar por donde
debería estar pasando ella en ese momento. Cuando me asomé, la vi parada justo
debajo. Había dejado las bolsas en el suelo y estaba rebuscando algo en el
bolsillo de su pantalón. Sacó una llave y la introdujo en la cerradura de la
puerta camuflada que, aunque no podía verla desde mi posición, sabía que se
hallaba justo bajo la ventana desde la que me encontraba, acechando como un
buitre.
La cerradura cedió, la abuela abrió la
puerta, cogió las bolsas y entró, cerrando tras de sí. Escuché el leve sonido
del crujir de la vieja madera mientras descendía por aquellas escaleras, hasta
que llegó un momento en que quedó camuflado por el ruido exterior.
No había realmente nada interesante en
aquel gesto. Supuse que el contenido de las bolsas sería más comida para
almacenar en las cajas, sin embargo, la incertidumbre se me enroscaba en torno
al cuello como una víbora. Necesitaba abrir aquella puerta de metal.
Aquella noche, mientras la abuela
dormía, me deslicé cual ninja hasta su cuarto e introduje mis finos dedos en
los bolsillos del pantalón que había vestido aquel día, ahora inerte sobre la
silla frente al tocador. ¡Ahí estaba la llave! Sin embargo, por más que busqué,
no di con aquella que pudiese abrir la puerta de metal. Decidí cesar en mi
búsqueda y abandonar la habitación, pues la abuela iba a despertar si
continuaba allí haciendo ruido, rebuscando entre sus cosas.
Salí al exterior. El fresco aire
nocturno de la montaña inundó mis pulmones. El canto de los grillos comprendía
una perfecta composición melódica para aquel paisaje ante mis ojos. El viento
mecía las ramas de los árboles con suavidad y, en lo alto, la luna llena me
otorgaba la visibilidad suficiente como para caminar sin necesidad de usar una
linterna. Era verano, pero la temperatura allí era lo sobradamente baja como
para erizarme el vello de los brazos. Bordeé la casa dando grandes zancadas y
llegué hasta la puerta. Introduje la llave en la cerradura y pude abrirla sin mayor
dificultad.
Prefería no dar la luz por si la abuela
se levantaba y la veía desde alguna ventana.
Descendí lentamente por las escaleras,
tratando de hacer el mínimo ruido posible.
Ahí seguían las cajas apiladas a la
derecha y la puerta de metal, cerrada a cal y canto.
Acerqué la cara a la puerta y pegué la
oreja. Nada. Alcé el puño derecho y di tres suaves golpes al metal. No hubo
respuesta inmediata. Sin embargo, transcurridos unos segundos, algo se movió en
el interior de la habitación.
Escuché claramente el sonido de los
muelles de un somier y cómo alguien se incorporaba sobre el colchón y ponía los
pies desnudos sobre el suelo de madera.
Estaba
claro que allí había alguien.
Esperé con la oreja aún sobre a la
puerta. Quien estuviera al otro lado vaciló unos instantes, seguramente sentado
sobre el colchón para, finalmente, levantarse y comenzar a avanzar arrastrando
los pies hasta la puerta.
Me alejé un par de pasos. Me latía
vertiginosamente el corazón.
Había alguien justo tras aquella puerta,
a escasos centímetros de mí. Permanecía inmóvil, sin hacer ruido alguno, como
si esperase a que yo diese el primer paso.
—¿Hola…? —susurré con voz trémula.
Nadie respondió. Aquel ser seguía ahí,
impasible. Sabía con total certeza que se mantenía tras la puerta, pues no le
había oído desplazarse de nuevo. Decidí insistir.
—¿Quién eres y qué
haces ahí encerrado?
De nuevo, mi pregunta quedó en el aire.
Avancé muy despacio hasta la puerta y volví a poner la oreja sobre el frío
metal. Me concentré todo lo que pude, tratando de ignorar el sonido exterior de
los grillos y el balanceo de las ramas de los árboles. No podía oír nada
proveniente del otro lado…
hasta que, segundos después, algo activó mis sentidos.
Aire, saliendo y entrando. Alguien
respiraba tras la puerta. Pero era una respiración anormal, como un jadeo. Se
fue haciendo cada vez más audible, más intensa. Parecía que se estaba acercando
al lugar donde tenía pegado mi rostro. Pude escuchar claramente aquella
respiración al otro lado del metal, a la altura de mi oído, era muy
intermitente. El sonido era muy similar al que emite un perro cuando olfatea… ¿estaba tratando de olerme?
Entonces, un bronco gemido tras la
puerta me amedrentó de tal manera que salté hacia atrás y quedé paralizado
junto a las cajas. Me agaché y rodeé mis piernas con los brazos, llorando de
miedo. Aquel o aquello que me acechaba tras la puerta y que parecía haberme
identificado como un intruso por el olor de mi cuerpo, comenzó a emitir una
sinfonía de aullidos agónicos, similares al llanto de alguien que estaba
sufriendo una horrible tortura. Golpeó con fuerza la puerta varias veces con
sendos puños. Mi corazón retumbaba a cada uno de esos porrazos contra el metal.
Agarró la manivela y comenzó a moverla bruscamente, hacia arriba y hacia abajo,
empujando la puerta con el peso de todo su cuerpo. Por suerte para mí, no
cedió.
Yo continuaba petrificado en la misma
posición, encogido sobre mí mismo, al amparo de las cajas. Las lágrimas rodaban
por mis mejillas y sentí que se me humedecía el pantalón, justo en la
entrepierna.
De alguna manera logré despertar de
aquel trance esporádico que el terror había ocasionado en mi cerebro y me
incorporé rápidamente, golpeando con el codo una de las cajas en el movimiento.
Un saco cayó de lo alto de la pila de cajas, abriéndose y dejando fluir un
montón de guijarros de su interior. Todo el suelo quedó cubierto de aquellas
piedrecitas. Corrí escaleras arriba como alma que lleva el diablo, mientras
aquello tras la puerta continuaba desgarrándose la garganta a cada alarido que
daba.
No
cesé mi carrera hasta que llegué a mi habitación, donde me metí en la cama
llorando a moco tendido y temblando de miedo. Vi una luz encenderse en el
pasillo, seguido por unos pasos ligeros que se dirigieron hacia las escaleras.
La abuela bajó al piso de abajo. Probablemente habría oído aquellos espantosos
gritos provenientes del sótano y se dirigía hacia allí.
Cerré
los ojos y luché por caer en un sueño profundo del que no pudiese despertar
hasta la mañana siguiente.
La
abuela me despertó suavemente. Estaba nublado y apenas entraba luz por la
ventana de mi habitación. Tardé unos segundos en reaccionar, recordando lo
vivido aquella noche.
—¡Abuela!
—exclamé, —¿quién
hay ahí
abajo?
Ella desvió la mirada hacia sus manos,
que descansaban una sobre la otra en su regazo.
—No te preocupes por eso, hijo —contestó esbozando una pequeña sonrisa,
—no es nada de lo que debas preocuparte,
pero será mejor que no vuelvas a acercarte.
—Abuela, no digas eso. Sea lo que sea,
debe ser peligroso. Me da miedo. Creo que, si anoche hubiera conseguido abrir
la puerta, me habría hecho daño sin dudarlo…
Las lágrimas afloraros en mis ojos.
Recordar aquella aterradora jauría de alaridos y golpes en el metal me helaba
la sangre.
—No pasará nada si
te mantienes alejado, de verdad…
—insistió ella
desesperada.
—Abuela, ¡no puedo vivir aquí con eso
bajo la casa! ¿Qué es? ¿Un animal salvaje o un lunático?
La mujer se llevó las manos a la boca y
comenzó a sollozar.
—Me temo —dijo al fin —que lo que hay abajo es ambas cosas,
cielo.
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
No tenía palabras. Mi mente no tenía capacidad para plantearse una teoría
lógica para justificar que la abuela encerrase un monstruo en el sótano…
Ella se incorporó y fue a su
habitación. Volvió enseguida con una carpeta roja en la mano. Se sentó a mi
lado y la abrió, mostrándome una serie de papeles que guardaba en su interior.
—Quien hay abajo —comenzó, —es mi hijo Gabriel, hermano mayor de tu
padre.
La observé totalmente desconcertado.
—Tiene un trastorno grave de
esquizofrenia y bipolaridad. Hace diez años hubo un… error. Siempre ha estado conmigo en
casa, yo he cuidado de él desde que nació, pues su enfermedad le impide ser
independiente. Tuve que marcharme a Madrid por cuestiones de trabajo y le dejé
a cargo de una enfermera durante un par de días. Sin embargo, Gabriel es muy
selectivo con las personas y no permite que cualquiera se le acerque… Ella trató de darle su medicación y él… la atacó —comenzó a llorar desconsolada. —Le introdujo los dedos en los ojos con
tanta fuerza que se los sacó, le dejó las cuencas vacías… Podría haberla matado. Ella huyó a
tientas, gritando despavorida y los vecinos la socorrieron. Después de aquello,
Gabriel fue condenado a pasar el resto de su vida en un centro psiquiátrico,
pero yo me negué. No podía permitir que mi hijo acabase encerrado de por vida.
Yo pensé que podría cuidar de él… Y entonces alegué que había huido. Le
escondí en casa de una buena amiga y cuando pasaron unos meses me mudé aquí,
con él. Todos le creen desaparecido, incluido tu padre.
Yo temblaba. Sentía que formaba parte
de una película de terror.
—Ven conmigo. Si bajas junto a mí, no se
asustará. No va a hacerte daño. Deja que te demuestre que nuestra vida puede
seguir tan bien como hasta ahora. Él no nos molestará.
Se incorporó y tiró de mi mano. Yo, que
en ese momento me sentía más un autómata que un humano, cedí. Me guio hasta
abajo y cuando empecé a ser consciente de la realidad, ya estábamos junto a la
puerta camuflada.
—¡Abuela!
—grité tirando hacia atrás.
—¡Confía en mí! —suplicó. —¡No te hará daño!
A pesar de estar aterrado, algo en mí,
me incitaba a seguirla. Por fin vería esa habitación que tanto llamaba mi
atención.
Y la seguí escaleras abajo.
Ella trataba de hacer el menor ruido
posible y yo la imité. Nos situamos frente a la puerta de metal. Yo me escondí
tras mi abuela. Sacó una cadena que tenía colgada del cuello y que ocultaba
tras la ropa, de la que pendía la llave. La introdujo en la cerradura y la
giró.
Presionó lentamente la manivela hacia
abajo y la puerta comenzó a abrirse ante mí. Algo chocó contra el borde
inferior de esta y chirrió un poco. Enseguida me di cuenta de lo que era. Todo
el suelo estaba salpicado de guijarros, pequeños y blancos. La habitación
estaba en penumbra, tan solo una pequeña lamparita alumbraba la estancia. Un
olor pestilente me dio de lleno en la nariz.
No había más mobiliario que una cama en
la esquina, una mesita donde reposaba la lámpara y un orinal, todo metido entre
cuatro paredes blancas y acolchadas.
Y, sobre la cama, permanecía sentado
aquel individuo. Vestía un pijama verde y estaba totalmente absorto en algo que
tenía en las manos. La abuela se acercó y yo me quedé en la puerta.
Ella le puso una mano en el hombro y él
reaccionó súbitamente, soltando lo que estaba manipulando. Entonces vi que lo
que acababa de precipitarse de sus manos eran más guijarros.
—Es su mayor entretenimiento —explicó la
abuela como si hubiera leído mis pensamientos, —yo se los traigo del río. Los cuenta una
y otra vez…
Entonces fue cuando ella le habló de
mí.
—Ese niño es Juan José… es muy bueno y es tu sobrino…
Y él giró bruscamente la cabeza,
clavando en mí su mirada enajenada. Sus ojos eran desproporcionadamente
grandes, y tan prominentes que parecían estar a punto de salirse de las
cuencas. Su rostro, surcado por unas remarcadas arrugas, era fino, de pómulos salientes.
Tenía la nariz aguileña y una horrible boca de amarillentos dientes deformados.
Se levantó, sin apartar esa terrible mirada de mí. Era delgado, hasta el
extremo de rozar la anorexia. Comenzó a avanzar hacia mi posición. Yo
retrocedí. La abuela le puso la mano en el hombro tratando de detenerlo.
—Ten cuidado, Gabriel, es muy pequeño.
¡No le asustes!
La mirada de aquel enfermo parecía
encenderse a cada paso que daba hacia mí. Una extraña sombra de furia cruzó su
rostro. Iba a matarme, pensé.
La abuela se asustó y se puso
rápidamente delante de él.
—¡NO! —gritó.
Y entonces fue cuando ocurrió.
La agarró por el cuello con tanta
fuerza que perdió el conocimiento y cayó al suelo. Él cogió la lámpara y
comenzó a golpearla en la cabeza. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. La
sangre salpicó las pareces blancas. Vi su cráneo destrozado y sus vísceras
sobre el suelo.
Y yo, llorando y casi convulsionando,
agarré la puerta y la cerré, dejando dentro aquella terrible escena. No tenía
la llave, así que solo corrí escaleras arriba y cerré también aquella. Corrí
dentro de la casa y busqué el teléfono de la abuela. Me escondí en el cuarto de
baño, pues era la única habitación con pestillo, y marqué el número de la
policía.
Me comunicaron que venían desde el pueblo,
a una hora de camino, y tratarían de tardar lo menos posible.
Aquella hora fue la peor de toda mi
vida, la más larga.
Escuché pasos subiendo torpemente por
la escalera. Era él. Me estaba buscando.
Recé todas las oraciones que conocía.
Me tapé los oídos, agazapado entre el retrete y la bañera, tratando de
acompasar mi respiración para hacer el menor ruido posible.
Llegó hasta la puerta del baño. Veía su
sombra por debajo. Trató de girar el pomo.
Escuchaba su ronco jadeo al otro lado.
Comencé a llorar. Me faltaba el aire.
Nuevas pisadas se escucharon abajo.
Subieron por las escaleras a toda prisa.
—¡Oiga!
—gritó una voz masculina. —¡Dese la vuelta y levante las manos!
Pero el individuo no parecía escuchar.
Seguía empeñado en abrir la puerta tras la que me escondía.
—¡Oiga!
—insistió otra voz
femenina.
Escuché los pasos aproximándose. Uno de
los policías se había acercado a él y supuse que lo había intentado agarrar
porque aquel descerebrado comenzó a gritar como loco y hubo un gran forcejeo
fuera. El policía soltó un grito desgarrador.
—¡Dispara!
—le gritó a su
compañera entre gemidos, —¡MATA A ESTE CABRÓN!
Y un fuerte disparó me ensordeció.
El que había sido mi tío murió aquel
día de un disparo en la cabeza. El policía que gritaba había perdido una oreja,
pues se la había arrancado de un mordisco. Me sacaron de allí y aquella
horrible pesadilla acabó.
Mi padre regresó a por mí al enterarse
de lo ocurrido.
Sin embargo, aún hoy, treinta años
después, continúo acudiendo semanalmente a un psiquiatra pues no ceso de ver,
en mis peores pesadillas, aquellos guijarros blancos de esa condenada
habitación.
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