miércoles, 22 de julio de 2020

La Habitación de los Guijarros


Contaba con tan solo once años cuando me dieron la peor noticia de toda mi vida, aunque aún carecía de la adecuada madurez mental para ser consciente de ello.
Mi madre había fallecido en un accidente, cuando la bicicleta que todos los días la llevaba a abrir las puertas de su floristería en el centro de la ciudad, fue brutalmente embestida por el Range Rover Evoque de un conductor embriagado por los alevosos favores del alcohol y las drogas que, por supuesto, se dio a la fuga.
La mente de mi padre, apresada por la sombra del siniestro y fustigada por la imposibilidad de perdonar al asesino de su alma gemela, decidió que lo más sensato sería huir lo más lejos posible, olvidándose de aquella historia de amor con tan trágico final y del fruto de esta: yo mismo.

Fue pues mi abuela paterna el alma caritativa que decidió hacerse cargo de mí.
Crucé el umbral de la gran puerta de madera oscura de roble que coronaba la entrada de su enorme vivienda en la sierra. Los vivos colores de la vidriera que adornaba su centro, contrastaban con el color negro de la madera.
La casa estaba prácticamente aislada, encontrándose a una hora del pueblo más cercano, limitando su compañía a la naturaleza salvaje y amparada por la bóveda celeste.
Mi abuela era alegre, divertida y simpática. Yo, en contraste, era tímido, callado y bastante introvertido. La muerte de mi madre me sumió en un extraño sueño macabro que me acompañaba tanto de día como de noche, y la sensación de irrealidad se convirtió en una sombra que me acompañaba al despertar y parecía darme una tregua al irme a dormir. 
Al día siguiente de mi llegada a la casa, mi abuela me pidió amablemente que le ayudara a limpiar la piscina, alegando que se aproximaba la época estival, pretendiendo de esta manera distraer mi mente y ayudar a volver a mi alma de niño, que parecía haberse reducido a cenizas.
Aquella primera semana transcurrió a modo de adaptación a mi nuevo hogar. Adecentamos la piscina, ayudé a mi abuela a cocinar y limpiar, leímos algunos capítulos de “Los Cinco y el Tesoro de la Isla”, vimos películas, comimos palomitas y bajamos al pueblo a hacer la compra. Realmente, era feliz con ella y ella conmigo, pues cada una de sus palabras estaba envuelta por una embriagadora aura de cariño. Estábamos construyendo los cimientos de una pequeña pero feliz familia.
La segunda semana, me regaló un balón de fútbol y decidí salir al exterior a jugar un rato con él.
Bordeaba la casa, absorto en el movimiento de mis pies mientras la pelota pasaba de un pie a otro, cuando vi la puerta.
Ubicada en la fachada posterior, la habían pintado del mismo color que la pared, lo cual dificultaba su visibilidad a simple vista.
Por supuesto, mi curiosidad me arrastró como un imán hasta allí y levanté el pequeño cerrojo que la mantenía sellada. Unas escaleras descendentes me dieron la bienvenida al abrir la puerta. Me asomé, tratando de vislumbrar algo entre la oscuridad que incrementaba cuanto más abajo tratase de llevar mi vista. Busqué un interruptor que no tardé en encontrar y un “click” encendió una bombilla que pendía hacia la mitad de las escaleras.
Comencé a bajar lentamente. Los escalones crujían a cada paso que daba, como si clamasen quejumbrosamente dándome un non-grato recibimiento. Pero aquel tétrico sonido de la crujiente madera no achantó mi insaciable curiosidad por averiguar qué había bajo el suelo de la casa de mi abuela, al final de aquel curioso pasadizo desnivelado. Me sentía como el héroe que se adentra en una peligrosa cueva, en busca de un tesoro escondido por algún pirata cojo y barbudo.
Al llegar abajo, pude comprobar que continuaba un pasillo donde había varias cajas apiladas a la derecha, mientras que, a la izquierda, solo se vislumbraba una puerta de metal. Eché un vistazo a las cajas y vi que solo contenían latas y botes de conservas, sacos de harina y maíz, y alguna que otra botella de vino.
Mi decepción entró en escena al comprobar que no había nada de interesante en aquel sótano oculto. Y entonces fijé mi mirada en aquella puerta. Me aproximé y agarré el tirador, sin embargo, cuando traté de abrirlo me fue imposible, pues estaba totalmente cerrada por fuera con llave. Golpeé la puerta con el puño un par de veces y solo el eco me respondió.
La inminente pregunta de por qué la abuela habría tomado tantas precauciones con la seguridad de esa habitación asaltó mi mente, por supuesto, sin embargo, el raciocinio que se puede tener a los once años me devolvió a la realidad. “Más comida”, pensé recordando que la abuela solo bajaba a comprar de vez en cuando y era mucha la cantidad que almacenaba para evitarse viajes innecesarios.
Posiblemente la cerraría con llave para protegerla en caso de ladrones o incluso animales.
Decidí salir de allí y buscar a mi abuela para aclarar aquella duda. Ya había colocado mi pie derecho sobre el primer escalón cuando un chirrido me sobresaltó. Sonaba como si alguien o algo hubiese arrastrado un mueble tras aquella puerta, dentro de la habitación. Me quedé inmóvil al pie de las escaleras, sin darme la vuelta. Esperé unas milésimas de segundo a que se repitiera un ruido semejante, pero no ocurrió. Giré entonces sobre mis talones y me acerqué sigilosamente a la puerta. Esperé. No escuchaba nada a parte del cantar de los pájaros en el exterior. Apoyé mi oreja izquierda contra la chapa. Nada. Miré hacia mis pies. Una tenue luz amarillenta se escurría bajo la puerta. Decidí agacharme y mirar por debajo. Acababa de apoyar la rodilla izquierda sobre el suelo cuando algo pequeño salió rodando de aquel cuarto, pasando bajo la puerta y colisionando con mi zapatilla. Sentí cómo se aceleraba el corazón en mi pecho mientras daba un salto hacia atrás, chocando contra las cajas. Miré, nunca sabré si por curiosidad o por instinto, hacia abajo para comprobar qué era lo que había rodado hasta mí.
Era un pequeño guijarro.
Corrí despavorido escaleras arriba.

Cuando le conté a mi abuela lo que había ocurrido en aquel extraño sótano descubierto por casualidad, me respondió con una sonora carcajada y achacó el perturbador suceso a las ratas o incluso a un hurón que se habría colado. Respecto al contenido de la habitación, no fueron muchos los detalles que me concedió, simplemente aseguró que era un trastero donde había antiguallas que pensaba vender a algún coleccionista por internet.
Me gusta cerrarla con llave argumentó, puesto que no me gustaría que me robasen lo que guardo dentro. Sé que algunos de esos muebles tienen valor.
A la mañana siguiente, un emergente espíritu aventurero que desconocía hasta entonces, me obligó a descender de nuevo por aquellas escaleras. Para mi sorpresa, me encontré con la puerta exterior tajantemente cerrada por fuera. Tiré de ella con todas mis fuerzas y forcé el pomo varias veces, pero no hubo éxito. Me di por vencido y decidí olvidarme de todo aquello dándome un baño en la piscina.
El mismo día, después de comer, ayudé a la abuela a recoger la mesa y subí a mi habitación a descansar un rato. Me quedé dormido y no sé qué hora era cuando un sonido en el exterior me despertó. Me asomé a la ventana y vi pasar a la abuela con un par de bolsas. La observé hasta que giró la esquina de la casa y entonces corrí hacia el fondo del pasillo, donde otra pequeña ventana ovalada daba justo al lugar por donde debería estar pasando ella en ese momento. Cuando me asomé, la vi parada justo debajo. Había dejado las bolsas en el suelo y estaba rebuscando algo en el bolsillo de su pantalón. Sacó una llave y la introdujo en la cerradura de la puerta camuflada que, aunque no podía verla desde mi posición, sabía que se hallaba justo bajo la ventana desde la que me encontraba, acechando como un buitre.
La cerradura cedió, la abuela abrió la puerta, cogió las bolsas y entró, cerrando tras de sí. Escuché el leve sonido del crujir de la vieja madera mientras descendía por aquellas escaleras, hasta que llegó un momento en que quedó camuflado por el ruido exterior.
No había realmente nada interesante en aquel gesto. Supuse que el contenido de las bolsas sería más comida para almacenar en las cajas, sin embargo, la incertidumbre se me enroscaba en torno al cuello como una víbora. Necesitaba abrir aquella puerta de metal.
Aquella noche, mientras la abuela dormía, me deslicé cual ninja hasta su cuarto e introduje mis finos dedos en los bolsillos del pantalón que había vestido aquel día, ahora inerte sobre la silla frente al tocador. ¡Ahí estaba la llave! Sin embargo, por más que busqué, no di con aquella que pudiese abrir la puerta de metal. Decidí cesar en mi búsqueda y abandonar la habitación, pues la abuela iba a despertar si continuaba allí haciendo ruido, rebuscando entre sus cosas.
Salí al exterior. El fresco aire nocturno de la montaña inundó mis pulmones. El canto de los grillos comprendía una perfecta composición melódica para aquel paisaje ante mis ojos. El viento mecía las ramas de los árboles con suavidad y, en lo alto, la luna llena me otorgaba la visibilidad suficiente como para caminar sin necesidad de usar una linterna. Era verano, pero la temperatura allí era lo sobradamente baja como para erizarme el vello de los brazos. Bordeé la casa dando grandes zancadas y llegué hasta la puerta. Introduje la llave en la cerradura y pude abrirla sin mayor dificultad.
Prefería no dar la luz por si la abuela se levantaba y la veía desde alguna ventana.
Descendí lentamente por las escaleras, tratando de hacer el mínimo ruido posible.
Ahí seguían las cajas apiladas a la derecha y la puerta de metal, cerrada a cal y canto.
Acerqué la cara a la puerta y pegué la oreja. Nada. Alcé el puño derecho y di tres suaves golpes al metal. No hubo respuesta inmediata. Sin embargo, transcurridos unos segundos, algo se movió en el interior de la habitación.
Escuché claramente el sonido de los muelles de un somier y cómo alguien se incorporaba sobre el colchón y ponía los pies desnudos sobre el suelo de madera.        
Estaba claro que allí había alguien.
Esperé con la oreja aún sobre a la puerta. Quien estuviera al otro lado vaciló unos instantes, seguramente sentado sobre el colchón para, finalmente, levantarse y comenzar a avanzar arrastrando los pies hasta la puerta.
Me alejé un par de pasos. Me latía vertiginosamente el corazón.
Había alguien justo tras aquella puerta, a escasos centímetros de mí. Permanecía inmóvil, sin hacer ruido alguno, como si esperase a que yo diese el primer paso.
¿Hola? susurré con voz trémula.
Nadie respondió. Aquel ser seguía ahí, impasible. Sabía con total certeza que se mantenía tras la puerta, pues no le había oído desplazarse de nuevo. Decidí insistir.
¿Quién eres y qué haces ahí encerrado?
De nuevo, mi pregunta quedó en el aire. Avancé muy despacio hasta la puerta y volví a poner la oreja sobre el frío metal. Me concentré todo lo que pude, tratando de ignorar el sonido exterior de los grillos y el balanceo de las ramas de los árboles. No podía oír nada proveniente del otro lado hasta que, segundos después, algo activó mis sentidos.
Aire, saliendo y entrando. Alguien respiraba tras la puerta. Pero era una respiración anormal, como un jadeo. Se fue haciendo cada vez más audible, más intensa. Parecía que se estaba acercando al lugar donde tenía pegado mi rostro. Pude escuchar claramente aquella respiración al otro lado del metal, a la altura de mi oído, era muy intermitente. El sonido era muy similar al que emite un perro cuando olfatea ¿estaba tratando de olerme?
Entonces, un bronco gemido tras la puerta me amedrentó de tal manera que salté hacia atrás y quedé paralizado junto a las cajas. Me agaché y rodeé mis piernas con los brazos, llorando de miedo. Aquel o aquello que me acechaba tras la puerta y que parecía haberme identificado como un intruso por el olor de mi cuerpo, comenzó a emitir una sinfonía de aullidos agónicos, similares al llanto de alguien que estaba sufriendo una horrible tortura. Golpeó con fuerza la puerta varias veces con sendos puños. Mi corazón retumbaba a cada uno de esos porrazos contra el metal. Agarró la manivela y comenzó a moverla bruscamente, hacia arriba y hacia abajo, empujando la puerta con el peso de todo su cuerpo. Por suerte para mí, no cedió.
Yo continuaba petrificado en la misma posición, encogido sobre mí mismo, al amparo de las cajas. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y sentí que se me humedecía el pantalón, justo en la entrepierna.
De alguna manera logré despertar de aquel trance esporádico que el terror había ocasionado en mi cerebro y me incorporé rápidamente, golpeando con el codo una de las cajas en el movimiento. Un saco cayó de lo alto de la pila de cajas, abriéndose y dejando fluir un montón de guijarros de su interior. Todo el suelo quedó cubierto de aquellas piedrecitas. Corrí escaleras arriba como alma que lleva el diablo, mientras aquello tras la puerta continuaba desgarrándose la garganta a cada alarido que daba.

No cesé mi carrera hasta que llegué a mi habitación, donde me metí en la cama llorando a moco tendido y temblando de miedo. Vi una luz encenderse en el pasillo, seguido por unos pasos ligeros que se dirigieron hacia las escaleras. La abuela bajó al piso de abajo. Probablemente habría oído aquellos espantosos gritos provenientes del sótano y se dirigía hacia allí.
Cerré los ojos y luché por caer en un sueño profundo del que no pudiese despertar hasta la mañana siguiente.

La abuela me despertó suavemente. Estaba nublado y apenas entraba luz por la ventana de mi habitación. Tardé unos segundos en reaccionar, recordando lo vivido aquella noche.
¡Abuela! exclamé, ¿quién hay ahí abajo?
Ella desvió la mirada hacia sus manos, que descansaban una sobre la otra en su regazo.
No te preocupes por eso, hijo contestó esbozando una pequeña sonrisa, no es nada de lo que debas preocuparte, pero será mejor que no vuelvas a acercarte.
Abuela, no digas eso. Sea lo que sea, debe ser peligroso. Me da miedo. Creo que, si anoche hubiera conseguido abrir la puerta, me habría hecho daño sin dudarlo
Las lágrimas afloraros en mis ojos. Recordar aquella aterradora jauría de alaridos y golpes en el metal me helaba la sangre.
No pasará nada si te mantienes alejado, de verdad insistió ella desesperada.
Abuela, ¡no puedo vivir aquí con eso bajo la casa! ¿Qué es? ¿Un animal salvaje o un lunático?
La mujer se llevó las manos a la boca y comenzó a sollozar.
Me temo dijo al fin que lo que hay abajo es ambas cosas, cielo.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. No tenía palabras. Mi mente no tenía capacidad para plantearse una teoría lógica para justificar que la abuela encerrase un monstruo en el sótano
Ella se incorporó y fue a su habitación. Volvió enseguida con una carpeta roja en la mano. Se sentó a mi lado y la abrió, mostrándome una serie de papeles que guardaba en su interior.
Quien hay abajo comenzó, es mi hijo Gabriel, hermano mayor de tu padre.
La observé totalmente desconcertado.
Tiene un trastorno grave de esquizofrenia y bipolaridad. Hace diez años hubo un error. Siempre ha estado conmigo en casa, yo he cuidado de él desde que nació, pues su enfermedad le impide ser independiente. Tuve que marcharme a Madrid por cuestiones de trabajo y le dejé a cargo de una enfermera durante un par de días. Sin embargo, Gabriel es muy selectivo con las personas y no permite que cualquiera se le acerque Ella trató de darle su medicación y él la atacó comenzó a llorar desconsolada. Le introdujo los dedos en los ojos con tanta fuerza que se los sacó, le dejó las cuencas vacías Podría haberla matado. Ella huyó a tientas, gritando despavorida y los vecinos la socorrieron. Después de aquello, Gabriel fue condenado a pasar el resto de su vida en un centro psiquiátrico, pero yo me negué. No podía permitir que mi hijo acabase encerrado de por vida. Yo pensé que podría cuidar de él Y entonces alegué que había huido. Le escondí en casa de una buena amiga y cuando pasaron unos meses me mudé aquí, con él. Todos le creen desaparecido, incluido tu padre.
Yo temblaba. Sentía que formaba parte de una película de terror.
Ven conmigo. Si bajas junto a mí, no se asustará. No va a hacerte daño. Deja que te demuestre que nuestra vida puede seguir tan bien como hasta ahora. Él no nos molestará.
Se incorporó y tiró de mi mano. Yo, que en ese momento me sentía más un autómata que un humano, cedí. Me guio hasta abajo y cuando empecé a ser consciente de la realidad, ya estábamos junto a la puerta camuflada. 
¡Abuela! grité tirando hacia atrás.
¡Confía en mí! suplicó. ¡No te hará daño!
A pesar de estar aterrado, algo en mí, me incitaba a seguirla. Por fin vería esa habitación que tanto llamaba mi atención.
Y la seguí escaleras abajo.
Ella trataba de hacer el menor ruido posible y yo la imité. Nos situamos frente a la puerta de metal. Yo me escondí tras mi abuela. Sacó una cadena que tenía colgada del cuello y que ocultaba tras la ropa, de la que pendía la llave. La introdujo en la cerradura y la giró.
Presionó lentamente la manivela hacia abajo y la puerta comenzó a abrirse ante mí. Algo chocó contra el borde inferior de esta y chirrió un poco. Enseguida me di cuenta de lo que era. Todo el suelo estaba salpicado de guijarros, pequeños y blancos. La habitación estaba en penumbra, tan solo una pequeña lamparita alumbraba la estancia. Un olor pestilente me dio de lleno en la nariz.
No había más mobiliario que una cama en la esquina, una mesita donde reposaba la lámpara y un orinal, todo metido entre cuatro paredes blancas y acolchadas.
Y, sobre la cama, permanecía sentado aquel individuo. Vestía un pijama verde y estaba totalmente absorto en algo que tenía en las manos. La abuela se acercó y yo me quedé en la puerta.
Ella le puso una mano en el hombro y él reaccionó súbitamente, soltando lo que estaba manipulando. Entonces vi que lo que acababa de precipitarse de sus manos eran más guijarros.
Es su mayor entretenimiento explicó la abuela como si hubiera leído mis pensamientos, yo se los traigo del río. Los cuenta una y otra vez
Entonces fue cuando ella le habló de mí.
Ese niño es Juan José es muy bueno y es tu sobrino
Y él giró bruscamente la cabeza, clavando en mí su mirada enajenada. Sus ojos eran desproporcionadamente grandes, y tan prominentes que parecían estar a punto de salirse de las cuencas. Su rostro, surcado por unas remarcadas arrugas, era fino, de pómulos salientes. Tenía la nariz aguileña y una horrible boca de amarillentos dientes deformados. Se levantó, sin apartar esa terrible mirada de mí. Era delgado, hasta el extremo de rozar la anorexia. Comenzó a avanzar hacia mi posición. Yo retrocedí. La abuela le puso la mano en el hombro tratando de detenerlo.
Ten cuidado, Gabriel, es muy pequeño. ¡No le asustes!
La mirada de aquel enfermo parecía encenderse a cada paso que daba hacia mí. Una extraña sombra de furia cruzó su rostro. Iba a matarme, pensé.
La abuela se asustó y se puso rápidamente delante de él.
¡NO! gritó.
Y entonces fue cuando ocurrió.
La agarró por el cuello con tanta fuerza que perdió el conocimiento y cayó al suelo. Él cogió la lámpara y comenzó a golpearla en la cabeza. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces. La sangre salpicó las pareces blancas. Vi su cráneo destrozado y sus vísceras sobre el suelo.
Y yo, llorando y casi convulsionando, agarré la puerta y la cerré, dejando dentro aquella terrible escena. No tenía la llave, así que solo corrí escaleras arriba y cerré también aquella. Corrí dentro de la casa y busqué el teléfono de la abuela. Me escondí en el cuarto de baño, pues era la única habitación con pestillo, y marqué el número de la policía.
Me comunicaron que venían desde el pueblo, a una hora de camino, y tratarían de tardar lo menos posible.
Aquella hora fue la peor de toda mi vida, la más larga.
Escuché pasos subiendo torpemente por la escalera. Era él. Me estaba buscando.
Recé todas las oraciones que conocía. Me tapé los oídos, agazapado entre el retrete y la bañera, tratando de acompasar mi respiración para hacer el menor ruido posible.
Llegó hasta la puerta del baño. Veía su sombra por debajo. Trató de girar el pomo.
Escuchaba su ronco jadeo al otro lado. Comencé a llorar. Me faltaba el aire.
Nuevas pisadas se escucharon abajo. Subieron por las escaleras a toda prisa.
¡Oiga! gritó una voz masculina. ¡Dese la vuelta y levante las manos!
Pero el individuo no parecía escuchar. Seguía empeñado en abrir la puerta tras la que me escondía.
¡Oiga! insistió otra voz femenina.
Escuché los pasos aproximándose. Uno de los policías se había acercado a él y supuse que lo había intentado agarrar porque aquel descerebrado comenzó a gritar como loco y hubo un gran forcejeo fuera. El policía soltó un grito desgarrador.
¡Dispara! le gritó a su compañera entre gemidos, ¡MATA A ESTE CABRÓN!
Y un fuerte disparó me ensordeció.

El que había sido mi tío murió aquel día de un disparo en la cabeza. El policía que gritaba había perdido una oreja, pues se la había arrancado de un mordisco. Me sacaron de allí y aquella horrible pesadilla acabó.
Mi padre regresó a por mí al enterarse de lo ocurrido.
Sin embargo, aún hoy, treinta años después, continúo acudiendo semanalmente a un psiquiatra pues no ceso de ver, en mis peores pesadillas, aquellos guijarros blancos de esa condenada habitación.

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