El peso de todo el equipo que cargaba en la mochila hacía presión sobre mis hombros, provocándome una fatiga que iba en aumento a cada paso que avanzada.
Me estaba lamentando silenciosamente
entre jadeos por tener una constitución tan débil cuando la aguda voz de mi
hermana me distrajo.
—Falta poco. Aguanta, ¡ya mismo
llegamos!
Ella, al contrario que yo, era más
esbelta y su musculatura estaba más desarrollada que la mía, pues daba clases
de Zumba y Body Combat en el gimnasio del pueblo.
Pero yo, profesor de música, prefería
invertir mi tiempo libre en componer melodías a piano y pasar horas enteras
deleitando mis oídos con los grandes clásicos sonoros del cine.
Sin embargo, a mi hermana y a mí nos
unía una misma pasión: la atracción inminente hacia lo inexplicable, la
búsqueda de aquello que la mayoría de la gente evitaba mencionar, la
investigación de un mundo paralelo al nuestro, lo comúnmente conocido como
paranormal.
Por tanto, de vez en cuando, nos
juntábamos para visitar algún inhóspito rincón del mapa, con nuestras
grabadoras, cámaras de vídeo y sensores de movimiento. Sabíamos que llegaría el
día en que algo grande acontecería ante nuestros atónitos ojos, ansiosos por
presenciar aquella verdad que rehuía de nosotros, pero en la que, no obstante,
depositábamos nuestras más grandes esperanzas.
La enorme mansión se irguió ante
nosotros como un pétreo gigante. Ahí estaba, tal como la habíamos visto
anteriormente en aquella foto que Estela recibió por WhatsApp: majestuosa,
colosal, impávida…
La casa del relojero nos daba la
bienvenida.
A pesar de los 35 años que llevaba
deshabitada, se mantenía en un perfecto estado. Observamos maravillados cómo la
naturaleza se había ido abriendo paso por sus cimientos. La hiedra trepaba por
sus muros, otorgándole un aspecto místico, así como la alta hierba cubría, casi
en su totalidad, los amplios ventanales de la planta baja.
Cada detalle componía una obra de arte
ante nuestros ojos.
A mi lado, Estela suspiró.
—Es más impresionante y hermosa de lo
que imaginaba, Abraham.
Acto seguido, tomó su cámara y comenzó
a fotografiar la fachada desde todos los ángulos posibles.
Yo eché un vistazo a la zona
circundante. No había vecinos en varios kilómetros, tampoco terrenos de
cultivo, fábricas ni ningún otro tipo de edificación. Estábamos solos en aquel
imponente y sosegado lugar.
Envié la ubicación por WhatsApp a
Marina, mi mujer, junto a un selfie que me hice frente a la casa.
Estela apareció por el costado
izquierdo del edificio, habiendo bordeado y rastreado todo su perímetro.
—¿Entramos? —me preguntó colgándose la
correa de la cámara al cuello.
Sonreí y le cedí el paso.
La puerta estaba entreabierta, así que
no tuvimos problemas para acceder al interior.
Un amplio salón, que hacía las veces de
recibidor, nos acogió nada más atravesar la entrada. Al fondo, una chimenea de
ladrillo proporcionaba una pieza ornamental esencial para enaltecer el aire
victoriano de la casa. Una gran mesa ovalada coronaba el centro de la estancia,
aunque faltaban las sillas, y un par de altas estanterías donde descansaban
varios tomos empolvados parecían hacer guardia a ambos lados de la chimenea. En
el techo, una lámpara de araña pendía sobre nuestras cabezas, sin embargo, se
mantenía bien firme y no parecía estar a punto de descolgarse.
Cruzamos despacio la habitación,
escrutando cada detalle y tomando fotos.
Pasamos por la cocina, de la que
únicamente quedaba un pequeño armario empotrado; el aseo, donde se mantenían
unos oxidados lavabo y bañera; la despensa, con tres estantes vacíos…
Y nos dimos de bruces contra la entrada
hacia el sótano.
—¡Es ahí donde debe estar el taller del
relojero! —dijo Estela emocionada.
—Más bien, lo que queda de él —apunté.
Encendimos sendas linternas y
comenzamos a descender por las escaleras. La madera crujía a nuestro paso y la
barandilla era bastante inestable, así que decidimos que la mejor opción era
avanzar despacio y pegados a la pared.
—¡Impresionante!
Muy en discordancia con nuestras
experiencias previas en el campo de la investigación, aquella estancia
permanecía prácticamente inalterada. La mesa, silla y herramientas con que
antaño trabajase aquel artesano, continuaban en su lugar, impasibles. De las
paredes pendían hojas llenas de dibujos, bocetos y esquemas. Sobre la mesa aún
reposaba un lapicero atestado de lápices y carboncillos.
En el suelo, sobre una gran alfombra
roja, había pilas de cajas de las que sobresalían piezas, engranajes y agujas.
Parecía que nadie hubiese bajado allí
tras la muerte de su dueño.
Y eso era prácticamente imposible, pues
la casa permanecía abierta y dejada de la mano de Dios, lo cual la convertía en
un foco muy atractivo para cualquier amante de lo ajeno.
Cabe también destacar el hecho de que
no habíamos visto pintadas ni grafitis en toda la vivienda, cosa que resultaba
gratificante, pues no había escena más desagradable que adentrarse en las
entrañas de un antiguo edificio y encontrar que su belleza ha sido mancillada
de esa manera.
Comencé a tomar fotografías de todo.
Estela sacó la grabadora y la colocó sobre la mesa.
Recorriendo la habitación, me percaté
en que había una pequeña estantería en un rincón, sobre la que descansaban cuatro
pequeños relojes de mesa y, sobre estos, colgado en la pared, uno más grande.
Cada uno marcaba una hora diferente,
aunque muy próximas entre sí. Había unos cinco minutos de diferencia entre
ellos. Como era lógico, estaban parados, seguramente desde hacía muchos años.
Con un movimiento casi automático,
comprobé mi reloj de muñeca para ver si alguno coincidía con la hora actual.
—¡Estela! —, mi hermana se acercó.
—¿Has visto esto?
Le señalé el grande y, después, el mío.
Efectivamente, coincidía, estaba en hora.
—¿Funciona?
—No lo sé. No tiene segundero. Observémoslo
para comprobar si avanza.
Continuamos con nuestro barrido
fotográfico por la estancia mientras esperábamos.
Pasados unos minutos, echamos un nuevo
vistazo y, sorprendentemente, las agujas se habían movido de acuerdo a la hora
actual.
—¿Quién se encarga de mantenerlo
activo?
—Quizás algún descendiente del relojero
venga de vez en cuando. Desconocía que fuese una propiedad privada…
—No lo sé, Estela. De todas formas, nos
quedaremos por aquí un rato más. Si viene alguien, ya hablaremos.
—De cualquier forma, me resulta extraño
que solo cuide de un reloj. ¿Qué pasa con los más pequeños?
Me encogí de hombros. Realmente, yo me
hacía la misma pregunta.
Invertimos casi dos horas haciendo
experimentos. Grabamos intentando captar psicofonías y evidencias visuales,
utilizamos el péndulo, probamos el tablero de ouija… Pero no obtuvimos nada.
El gran reloj dio las 19:30.
—Abraham, la hora coincide con la de
uno de los relojes pequeños. Este de aquí —se acercó y lo cogió para analizarlo
más cerca, —se quedó parado a las 19:30.
Un fuerte golpe en el piso superior nos
hizo dar un brinco. Parecía un portazo.
—¿Habrá entrado alguien? —susurró
Estela.
Me acerqué a la escalera.
—¿Hola? ¡Estamos abajo!
No hubo respuesta. Volví al centro de
la habitación, junto a Estela.
Volvió a oírse una puerta, esta vez
chirriaba, parecía estar abriéndose. A continuación, unas rápidas pisadas.
Alguien corría arriba.
Nos quedamos petrificados.
Un grito agudo y desgarrador procedente
de alguna habitación superior resonó en toda la casa.
Mi hermana y yo corrimos escaleras
arriba. Alguien necesitaba ayuda.
Recorrimos todas las habitaciones, no
encontramos indicios de que alguien hubiera pasado por allí. No había nadie.
Nos miramos sobrecogidos.
—¿Estabas grabando? —pregunté.
—Sí, la grabadora está encendida,
abajo.
Volvimos al sótano sin mediar palabra.
Si no había sido una persona, sin duda nos encontrábamos ante un fenómeno inédito.
El primero de nuestra vida.
Mi pulso estaba acelerado, sin embargo,
no sentía miedo. La adrenalina bullía dentro de mi cuerpo.
Nos mantuvimos quietos y en silencio.
El gran reloj marcó las 19:35, la misma
hora del segundo reloj pequeño.
De nuevo, golpes y ruidos arriba. Pasos.
Un grito agudo.
Corrimos a la primera planta.
Un ruido seco surgió en el exterior,
muy cerca de la casa. Sonó como si un gran bulto hubiese caído fuera, sobre la
hierba.
Salimos. Nada.
—Dime que no estoy loca —me pidió
Estela.
—Para nada, hermana.
Bajamos y esperamos a que llegase la hora
del tercer reloj.
Cuando dieron las 19:40, nuevos pasos
irrumpieron en nuestro silencio. Corrían. Alguien lloraba, una mujer, seguro.
Estaba parada justo sobre nuestras cabezas, en el salón. La oíamos lamentarse.
Comenzó a gritar como si alguien o algo se hubiese abalanzado sobre ella.
“¡POR FAVOR!”, gritó.
Silencio de nuevo.
Estela temblaba. Me había agarrado la
mano con la mirada clavada en el techo.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quiénes eran
las dueñas de aquellas voces? ¿De qué huían?
Esperamos hasta las 19:45, la hora del
último reloj.
Las pisadas comenzaron a resonar en la
distancia. Parecían provenir de la segunda planta. Oímos como bajaban las
escaleras hasta la primera. Se situó justo encima de nosotros y alguien emitió
un gritito ahogado. Comenzó a llorar. Los pasos se desplazaron de nuevo en
dirección a las escaleras hacia el sótano.
¿Venía hacia nosotros?
El sonido de aquellos pies invisibles
descendió por la escalera hasta nuestra habitación. No veíamos nada, solo
escuchábamos sus rápidos pasos y un sutil jadeo. Perdimos su pista en una
esquina del sótano, donde había un viejo aparador.
Estela y yo seguíamos aquel sonido con
la mirada y el corazón desbordado.
Esperamos.
Un nuevo sonido de pisadas, más
pausadas y rítmicas, atravesaron el salón sobre nuestro techo. Se dirigieron a
las escaleras del sótano.
Por alguna extraña razón, aquel nuevo
sonido nos inquietaba. Era diferente a los episodios anteriores.
Comenzó a bajar lentamente cada peldaño.
Una punzada en el pecho me indicó que
estaba asustado. Estela se aferró fuertemente a mi brazo.
Nuestros ojos estaban fijos en las
escaleras.
Las pisadas se acercaban.
Una gran sombra negra hizo entrada en la
habitación. Una esbelta silueta de altura considerable y difuso contorno
acompañaba aquellas pisadas.
Se desplazaba lentamente.
Venía hacia nosotros.
Estela se hincó de rodillas en el
suelo, posiblemente le habían fallado las piernas.
Yo me agaché junto a ella.
Llegó hasta nosotros, pero no frenó, si
no que nos atravesó y pasó al otro lado. Parecía no haberse percatado de
nuestra presencia.
Se dirigió a aquel aparador donde
habían cesado las otras pisadas.
Se detuvo frente a él.
Un nuevo grito hizo retumbar nuestros
tímpanos.
La sombra se disipó instantáneamente.
Tragué saliva. Mi garganta estaba
totalmente seca.
Mira a Estela, que seguía observando
aquel rincón con cara de espanto. Me incorporé y la ayudé a levantarse.
Nos hallábamos frente a frente cuando
su rostro palideció y se llevó las manos a la boca.
—¡Abraham! ¡La sombra! ¡La tienes
encima!
Y, sencillamente, no sentí nada.
En mi mente solo había cabida para un
solo pensamiento, una simple idea.
Tenía que agarrar el primer objeto que
tuviera a mi alcance y matar a mi hermana.
Una calma inusual embriagaba mi cuerpo.
Sentía que levitaba. Sonreí.
Di la espalda a Estela y cogí un
martillo que yacía sobre la mesa. Estela gritaba. Pronunció algunas palabras
que mi mente difusa no llegó a descifrar.
Trató de echar a correr, pero yo la
detuve porque, de manera repentina, ahora era más veloz y me sentía más fuerte
que nunca.
Ya no era débil.
Me invadía una euforia inexplicable.
Alcé el martillo y lo dejé caer sobre
la cabeza de Estela.
Cuando su cuerpo inerte cayó al suelo,
sentí unas ganas inmensas de exteriorizar aquella euforia.
Y ahora había un quinto reloj en la estantería.
Y reí.
Y mis estridentes carcajadas impregnaron
los muros de la casa del relojero.
"17 de noviembre de 1985.
La tarde de ayer ha quedado señalada por
los terribles acontecimientos ocurridos en el cortijo de Don Agustín Ayuso, conocido
por sus famosos relojes artesanos. Los cadáveres de sus cuatro hijas han sido
hallados en la casa. Las pruebas muestran que han sido brutalmente asesinadas.
Ayuso se presentó en el cuartel de la guardia civil esta misma mañana,
denunciando los hechos y declarándose único responsable de estos.
Sus palabras fueron, literalmente, “las
quería, las quería a todas. Había algo conmigo. Perdí el juicio. Las he matado
yo, pero él era la mente”.
The Chapter Hunter