miércoles, 2 de septiembre de 2020

La Casa del Relojero

El peso de todo el equipo que cargaba en la mochila hacía presión sobre mis hombros, provocándome una fatiga que iba en aumento a cada paso que avanzada.

Me estaba lamentando silenciosamente entre jadeos por tener una constitución tan débil cuando la aguda voz de mi hermana me distrajo.

—Falta poco. Aguanta, ¡ya mismo llegamos!

Ella, al contrario que yo, era más esbelta y su musculatura estaba más desarrollada que la mía, pues daba clases de Zumba y Body Combat en el gimnasio del pueblo.

Pero yo, profesor de música, prefería invertir mi tiempo libre en componer melodías a piano y pasar horas enteras deleitando mis oídos con los grandes clásicos sonoros del cine.

Sin embargo, a mi hermana y a mí nos unía una misma pasión: la atracción inminente hacia lo inexplicable, la búsqueda de aquello que la mayoría de la gente evitaba mencionar, la investigación de un mundo paralelo al nuestro, lo comúnmente conocido como paranormal.

Por tanto, de vez en cuando, nos juntábamos para visitar algún inhóspito rincón del mapa, con nuestras grabadoras, cámaras de vídeo y sensores de movimiento. Sabíamos que llegaría el día en que algo grande acontecería ante nuestros atónitos ojos, ansiosos por presenciar aquella verdad que rehuía de nosotros, pero en la que, no obstante, depositábamos nuestras más grandes esperanzas.

La enorme mansión se irguió ante nosotros como un pétreo gigante. Ahí estaba, tal como la habíamos visto anteriormente en aquella foto que Estela recibió por WhatsApp: majestuosa, colosal, impávida…

La casa del relojero nos daba la bienvenida.

A pesar de los 35 años que llevaba deshabitada, se mantenía en un perfecto estado. Observamos maravillados cómo la naturaleza se había ido abriendo paso por sus cimientos. La hiedra trepaba por sus muros, otorgándole un aspecto místico, así como la alta hierba cubría, casi en su totalidad, los amplios ventanales de la planta baja.

Cada detalle componía una obra de arte ante nuestros ojos.

A mi lado, Estela suspiró.

—Es más impresionante y hermosa de lo que imaginaba, Abraham.

Acto seguido, tomó su cámara y comenzó a fotografiar la fachada desde todos los ángulos posibles.

Yo eché un vistazo a la zona circundante. No había vecinos en varios kilómetros, tampoco terrenos de cultivo, fábricas ni ningún otro tipo de edificación. Estábamos solos en aquel imponente y sosegado lugar.

Envié la ubicación por WhatsApp a Marina, mi mujer, junto a un selfie que me hice frente a la casa.

Estela apareció por el costado izquierdo del edificio, habiendo bordeado y rastreado todo su perímetro.

—¿Entramos? —me preguntó colgándose la correa de la cámara al cuello.

Sonreí y le cedí el paso.

La puerta estaba entreabierta, así que no tuvimos problemas para acceder al interior.

Un amplio salón, que hacía las veces de recibidor, nos acogió nada más atravesar la entrada. Al fondo, una chimenea de ladrillo proporcionaba una pieza ornamental esencial para enaltecer el aire victoriano de la casa. Una gran mesa ovalada coronaba el centro de la estancia, aunque faltaban las sillas, y un par de altas estanterías donde descansaban varios tomos empolvados parecían hacer guardia a ambos lados de la chimenea. En el techo, una lámpara de araña pendía sobre nuestras cabezas, sin embargo, se mantenía bien firme y no parecía estar a punto de descolgarse.

Cruzamos despacio la habitación, escrutando cada detalle y tomando fotos.

Pasamos por la cocina, de la que únicamente quedaba un pequeño armario empotrado; el aseo, donde se mantenían unos oxidados lavabo y bañera; la despensa, con tres estantes vacíos…

Y nos dimos de bruces contra la entrada hacia el sótano.

—¡Es ahí donde debe estar el taller del relojero! —dijo Estela emocionada.

—Más bien, lo que queda de él —apunté.

Encendimos sendas linternas y comenzamos a descender por las escaleras. La madera crujía a nuestro paso y la barandilla era bastante inestable, así que decidimos que la mejor opción era avanzar despacio y pegados a la pared.

—¡Impresionante!

Muy en discordancia con nuestras experiencias previas en el campo de la investigación, aquella estancia permanecía prácticamente inalterada. La mesa, silla y herramientas con que antaño trabajase aquel artesano, continuaban en su lugar, impasibles. De las paredes pendían hojas llenas de dibujos, bocetos y esquemas. Sobre la mesa aún reposaba un lapicero atestado de lápices y carboncillos.

En el suelo, sobre una gran alfombra roja, había pilas de cajas de las que sobresalían piezas, engranajes y agujas.

Parecía que nadie hubiese bajado allí tras la muerte de su dueño.

Y eso era prácticamente imposible, pues la casa permanecía abierta y dejada de la mano de Dios, lo cual la convertía en un foco muy atractivo para cualquier amante de lo ajeno.

Cabe también destacar el hecho de que no habíamos visto pintadas ni grafitis en toda la vivienda, cosa que resultaba gratificante, pues no había escena más desagradable que adentrarse en las entrañas de un antiguo edificio y encontrar que su belleza ha sido mancillada de esa manera.

Comencé a tomar fotografías de todo. Estela sacó la grabadora y la colocó sobre la mesa.

Recorriendo la habitación, me percaté en que había una pequeña estantería en un rincón, sobre la que descansaban cuatro pequeños relojes de mesa y, sobre estos, colgado en la pared, uno más grande.

Cada uno marcaba una hora diferente, aunque muy próximas entre sí. Había unos cinco minutos de diferencia entre ellos. Como era lógico, estaban parados, seguramente desde hacía muchos años.

Con un movimiento casi automático, comprobé mi reloj de muñeca para ver si alguno coincidía con la hora actual.

—¡Estela! —, mi hermana se acercó. —¿Has visto esto?

Le señalé el grande y, después, el mío. Efectivamente, coincidía, estaba en hora.

—¿Funciona?

—No lo sé. No tiene segundero. Observémoslo para comprobar si avanza.

Continuamos con nuestro barrido fotográfico por la estancia mientras esperábamos.

Pasados unos minutos, echamos un nuevo vistazo y, sorprendentemente, las agujas se habían movido de acuerdo a la hora actual.

—¿Quién se encarga de mantenerlo activo?

—Quizás algún descendiente del relojero venga de vez en cuando. Desconocía que fuese una propiedad privada…

—No lo sé, Estela. De todas formas, nos quedaremos por aquí un rato más. Si viene alguien, ya hablaremos.

—De cualquier forma, me resulta extraño que solo cuide de un reloj. ¿Qué pasa con los más pequeños?

Me encogí de hombros. Realmente, yo me hacía la misma pregunta.

Invertimos casi dos horas haciendo experimentos. Grabamos intentando captar psicofonías y evidencias visuales, utilizamos el péndulo, probamos el tablero de ouija… Pero no obtuvimos nada.

El gran reloj dio las 19:30.

—Abraham, la hora coincide con la de uno de los relojes pequeños. Este de aquí —se acercó y lo cogió para analizarlo más cerca, —se quedó parado a las 19:30.

Un fuerte golpe en el piso superior nos hizo dar un brinco. Parecía un portazo.

—¿Habrá entrado alguien? —susurró Estela.

Me acerqué a la escalera.

—¿Hola? ¡Estamos abajo!

No hubo respuesta. Volví al centro de la habitación, junto a Estela.

Volvió a oírse una puerta, esta vez chirriaba, parecía estar abriéndose. A continuación, unas rápidas pisadas. Alguien corría arriba.

Nos quedamos petrificados.

Un grito agudo y desgarrador procedente de alguna habitación superior resonó en toda la casa.

Mi hermana y yo corrimos escaleras arriba. Alguien necesitaba ayuda.

Recorrimos todas las habitaciones, no encontramos indicios de que alguien hubiera pasado por allí. No había nadie.

Nos miramos sobrecogidos.

—¿Estabas grabando? —pregunté.

—Sí, la grabadora está encendida, abajo.

Volvimos al sótano sin mediar palabra. Si no había sido una persona, sin duda nos encontrábamos ante un fenómeno inédito. El primero de nuestra vida.

Mi pulso estaba acelerado, sin embargo, no sentía miedo. La adrenalina bullía dentro de mi cuerpo.

Nos mantuvimos quietos y en silencio.  

El gran reloj marcó las 19:35, la misma hora del segundo reloj pequeño.

De nuevo, golpes y ruidos arriba. Pasos. Un grito agudo.

Corrimos a la primera planta.

Un ruido seco surgió en el exterior, muy cerca de la casa. Sonó como si un gran bulto hubiese caído fuera, sobre la hierba.

Salimos. Nada.

—Dime que no estoy loca —me pidió Estela.

—Para nada, hermana.

Bajamos y esperamos a que llegase la hora del tercer reloj.

Cuando dieron las 19:40, nuevos pasos irrumpieron en nuestro silencio. Corrían. Alguien lloraba, una mujer, seguro. Estaba parada justo sobre nuestras cabezas, en el salón. La oíamos lamentarse. Comenzó a gritar como si alguien o algo se hubiese abalanzado sobre ella.

“¡POR FAVOR!”, gritó.

Silencio de nuevo.

Estela temblaba. Me había agarrado la mano con la mirada clavada en el techo.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quiénes eran las dueñas de aquellas voces? ¿De qué huían?

Esperamos hasta las 19:45, la hora del último reloj.

Las pisadas comenzaron a resonar en la distancia. Parecían provenir de la segunda planta. Oímos como bajaban las escaleras hasta la primera. Se situó justo encima de nosotros y alguien emitió un gritito ahogado. Comenzó a llorar. Los pasos se desplazaron de nuevo en dirección a las escaleras hacia el sótano.

¿Venía hacia nosotros?

El sonido de aquellos pies invisibles descendió por la escalera hasta nuestra habitación. No veíamos nada, solo escuchábamos sus rápidos pasos y un sutil jadeo. Perdimos su pista en una esquina del sótano, donde había un viejo aparador.

Estela y yo seguíamos aquel sonido con la mirada y el corazón desbordado.

Esperamos.

Un nuevo sonido de pisadas, más pausadas y rítmicas, atravesaron el salón sobre nuestro techo. Se dirigieron a las escaleras del sótano.

Por alguna extraña razón, aquel nuevo sonido nos inquietaba. Era diferente a los episodios anteriores.

Comenzó a bajar lentamente cada peldaño.

Una punzada en el pecho me indicó que estaba asustado. Estela se aferró fuertemente a mi brazo.

Nuestros ojos estaban fijos en las escaleras.

Las pisadas se acercaban.

Una gran sombra negra hizo entrada en la habitación. Una esbelta silueta de altura considerable y difuso contorno acompañaba aquellas pisadas.

Se desplazaba lentamente.

Venía hacia nosotros.

Estela se hincó de rodillas en el suelo, posiblemente le habían fallado las piernas.

Yo me agaché junto a ella.

Llegó hasta nosotros, pero no frenó, si no que nos atravesó y pasó al otro lado. Parecía no haberse percatado de nuestra presencia.

Se dirigió a aquel aparador donde habían cesado las otras pisadas.

Se detuvo frente a él.

Un nuevo grito hizo retumbar nuestros tímpanos.

La sombra se disipó instantáneamente.

Tragué saliva. Mi garganta estaba totalmente seca.

Mira a Estela, que seguía observando aquel rincón con cara de espanto. Me incorporé y la ayudé a levantarse.

Nos hallábamos frente a frente cuando su rostro palideció y se llevó las manos a la boca.

—¡Abraham! ¡La sombra! ¡La tienes encima!

Y, sencillamente, no sentí nada.

En mi mente solo había cabida para un solo pensamiento, una simple idea.

Tenía que agarrar el primer objeto que tuviera a mi alcance y matar a mi hermana.

Una calma inusual embriagaba mi cuerpo. Sentía que levitaba. Sonreí.

Di la espalda a Estela y cogí un martillo que yacía sobre la mesa. Estela gritaba. Pronunció algunas palabras que mi mente difusa no llegó a descifrar.

Trató de echar a correr, pero yo la detuve porque, de manera repentina, ahora era más veloz y me sentía más fuerte que nunca.

Ya no era débil.

Me invadía una euforia inexplicable.

Alcé el martillo y lo dejé caer sobre la cabeza de Estela.

Cuando su cuerpo inerte cayó al suelo, sentí unas ganas inmensas de exteriorizar aquella euforia.

Y ahora había un quinto reloj en la estantería.

Y reí.

Y mis estridentes carcajadas impregnaron los muros de la casa del relojero.

"17 de noviembre de 1985.

La tarde de ayer ha quedado señalada por los terribles acontecimientos ocurridos en el cortijo de Don Agustín Ayuso, conocido por sus famosos relojes artesanos. Los cadáveres de sus cuatro hijas han sido hallados en la casa. Las pruebas muestran que han sido brutalmente asesinadas. Ayuso se presentó en el cuartel de la guardia civil esta misma mañana, denunciando los hechos y declarándose único responsable de estos.

Sus palabras fueron, literalmente, “las quería, las quería a todas. Había algo conmigo. Perdí el juicio. Las he matado yo, pero él era la mente”.

The Chapter Hunter



 

 

 

 

 

 

 

 

 

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