El incendio en casa
de Jose tuvo eco en todos los rincones del pueblo. Ocurrió en diciembre y, como
no podía ser de otra forma, el culpable fue un pequeño brasero bajo la mesa. Lo
que vivió y sintió mi amigo aquella madrugada lo desconocía, pero,
afortunadamente, tanto él como su madre, sobrevivieron. Y eso era lo único que
me importaba… hasta hace poco.
Jose estuvo una
semana ingresado en el hospital con quemaduras de primer y segundo grado. Su
madre se había llevado la peor parte, pues presentaba quemaduras de tercer
grado en brazos, tórax y piernas.
Así que el hijo
abandonó el hospital antes que la madre y se instaló en la casa de su abuela para
continuar con sus estudios.
Aquella misma tarde
me acerqué a verle con una bolsa de gominolas y la mejor de mis sonrisas. Di
cinco toques a la puerta, reproduciendo aquel ritmo melódico que caracterizaba
mis visitas. Enseguida comencé a escuchar las pisadas acompasadas de mi amigo
aproximándose a la puerta. Se detuvo tras ella, posiblemente para ojear por la
mirilla.
—Jose, soy yo. Abre.
No hubo respuesta,
ni física ni verbal.
— Jose, soy Antonio. Ábreme -. Insistí.
Finalmente, abrió, cediendo
el margen necesario para dejarse ver sin permitirme el paso.
—Hola —, musitó —perdona,
no te escuchaba bien y apenas reconocía tu voz.
Fruncí el ceño, extrañado ante tal explicación. Supuse que sería
un efecto secundario de la medicación o quizás un síntoma del shock que había
sufrido. Preferí no comentar nada.
—¿Puedo pasar? —inquirí.
Mi amigo abrió mucho los ojos y asintió enérgicamente con la
cabeza, como si mi pregunta hubiese activado una repentina reacción encadenada
en su cuerpo. Abrió la puerta y se apartó para dejarme entrar.
Nos acomodamos en el salón y dejé la bolsa de gominolas sobre la
mesa. Él se sentó frente a mí con la cabeza agachada, mirándose los pies. Me
resultó brusco encontrar así a Jose, pues él se caracterizaba por su simpatía y
su labia, y ahora me había dado de bruces contra su cara opuesta. Me animé
pensando en que todo volvería a la normalidad pasado un tiempo.
Bajo la luz que inundaba la habitación pude además comprobar su
estado físico. Había señales visibles en su cara, muy leves, que surcaban la
periferia de su rostro, recorriendo el tramo desde la frente hasta la barbilla.
Oscuras ojeras habían ensombrecido su mirada y unas pequeñas rugosidades habían
nacido sobre su frente. Se le notaba más pálido y su piel había perdido el
brillo y la uniformidad típicas de la juventud. Parecía mayor ahora.
Intercambiamos tres frases mal contadas, no parecía muy dispuesto
a mantener una conversación conmigo en ese momento. Llegó su abuela, que venía
de hacer unas compras, y le reprochó a Jose no haberme ofrecido ni un vaso de
agua. Reparé entonces en ese detalle. ¿Dónde había quedado la hospitalidad de
mi amigo?
Los días siguientes transcurrieron envueltos por una atmósfera tan
inusual que mi nivel de desconcierto no hacía más que incrementar. Jose asistió
al instituto con normalidad, acudía puntual y saludaba al entrar. Sin embargo,
su comportamiento era atípico e impropio de él. Se limitaba a sentarse en su
silla, apoyar las manos sobre el pupitre y entrelazar los dedos, esperando a
que empezara la clase, con la mirada fija en el profesor. No había miradas
cómplices para nadie, ni siquiera para mí. Durante los descansos, despejaba su
mesa y comenzaba a trazar formas imaginarias con el dedo índice sobre la
madera, mientras su mirada vacía e inexpresiva ahuyentaba inconscientemente a
cualquiera que se hubiese planteado acercarse a él.
Yo le preguntaba todos los días por su estado. Él me respondía que
todo estaba bien, que no me preocupase. Pero yo sabía que no. Quizás hubo un
fuerte golpe en la cabeza durante el incendio del que nadie me había hecho
partícipe. Algo no funcionaba con normalidad en su cerebro, eso estaba claro.
Tampoco me esperaba al finalizar las clases, cuando antes del
accidente no había día que se marchase sin mí. Decidí seguirle y vi, para mi
asombro, que se desviaba hacia el camino que conducía a las afueras del pueblo,
en dirección al pantano. La primera vez pensé que iría a pasear, deseoso de
estar solo y tranquilo, pero cuando aquel hábito comenzó a repetirse día tras
día, pasó de mundano a anómalo.
Empezaba a obsesionarme. La inestabilidad comenzó a adueñarse de
mi mente en el momento en que las ideas inverosímiles aparecieron en mis sueños
y pensamientos. Ese no era Jose. Mis padres trataron de restar importancia a la
situación, alegando que mi amigo estaba pasando por una fase complicada, que se
pondría bien y volvería a ser el de antes.
Un día decidí ir directamente a casa de su abuela cuando salí del
instituto, con la intención de esperarle a que volviera de aquel paseo
rutinario por el pantano. Agradecí haberme llevado un bocadillo porque no
apareció hasta medianoche. ¿Qué había estado haciendo allí durante tantas
horas? Me escondí cuando llegó. No quería toparme con su mirada. Había cogido
miedo a sus ojos vacuos.
Durante el fin de semana no le llamé, no le busqué, no quise saber
nada de él. Pero la tarde del domingo, cogí mi bici y pedaleé hasta el pantano,
siguiendo el camino que él tomaba cada día. Este me llevó hasta una zona donde
había un pequeño embarcadero abandonado. Me escondí tras unos arbustos y esperé
a que apareciese. Por fin descubriría lo que hacía por allí.
Comenzó a oscurecer. Todo estaba tranquilo. Escuchaba el murmullo
del agua y el ulular de alguna lechuza. Un conejo cruzó el camino. Pero no
había ni rastro de mi amigo.
“Hay que joderse”, pensé indignado. “¿Hoy no te apetecía pasear?”.
Aguanté en el mismo sitio un buen rato más, hasta que mi estómago
comenzó a rugir y saqué el paquete de galletas de la mochila. Empecé a comer,
intentando no hacer mucho ruido al masticar. Iba ya por la octava galleta, con
la mirada perdida en algún punto del agua mientras masticaba, cuando una
sensación fría y extraña me sacudió la nuca y recorrió mi cuerpo, erizándome el
vello. Me volví bruscamente y sentí cómo el corazón me intentaba salir por la
garganta. Ahí estaba Jose, justa tras de mí, en cuclillas, aguijoneando mis
pupilas con las suyas. El terror del momento hizo que apretase mi mano en torno
al paquete de galletas, machacándolas.
—Dime —, musitó —¿qué esperas encontrar?
Su presencia me incomodaba demasiado. Podría ser mi imaginación,
pero parecía desprender una esencia turbia, marchita, nauseabunda… De
repente fui consciente de que tenía ganas de vomitar. Ansiaba con todo mi ser
mantenerme alejado de él. Me incorporé de un salto y me aparté. Él hizo lo
propio, sin bajar la mirada, sin cortar ese lazo visual que habíamos
establecido. Los escalofríos se hicieron mella en mi cuerpo, una y otra vez.
Temblaba. ¿Qué estaba pasando? Era incapaz de articular palabra alguna, mis
cuerdas vocales se habían congelado. Busqué mi bici con la mirada, ¿dónde la
había escondido? Quería salir corriendo, me arrepentí de haberle esperado. Le
odiaba. Le quería a kilómetros de mi espacio vital.
—¡Lárgate! —. Grité mientras avanzaba tratando
de encontrar la bici.
Por el rabillo del ojo, comprobé que no se movió. Seguía estático
en el mismo sitio donde le dejé, ahora de espaldas a mí. Continué mi barrido
visual por la zona, desesperado. ¿Dónde estaba la maldita bicicleta? Entonces,
un fuerte chapoteo me hizo girar automáticamente sobre mis talones, sintiendo
cómo el corazón me latía desorbitado en el pecho.

Cuando miré hacia atrás, comprobé que Jose ya no estaba, y el agua
en la orilla oscilaba violentamente, como si una gran piedra se hubiese
estrellado contra su superficie. Sentía el terror corriendo por todas mis
venas. Solo escuchaba mi respiración agitada y el sonido del agua volviendo a
su estado natural de calma. ¿Realmente se había zambullido en el pantano? Ya no
sabía si era real lo que estaba viviendo o, por el contrario, me estaba
volviendo loco. Entonces fue cuando ocurrió. Comencé a percibir el movimiento
del agua y cómo algo salía de ella. Lo escuché una, dos, tres, cuatro y hasta
cinco veces más antes de darme la vuelta. Cinco formas sólidas acababan de
emerger del pantano y yo no tenía fuerzas para volverme a mirar lo que eran.
Entonces distinguí una de las ruedas de mi bici en el suelo, tras un árbol.
Corrí hacia ella mientras escuchaba claramente como el agua se abría paso entre
las extremidades (o lo que fuera) de aquellos bultos que caminaban dando
grandes zancadas hacia la orilla. Cuando agarré la bici y me senté sobre el
sillín, reuní el coraje necesario para mirar hacia atrás. Y fue lo peor que
pude hacer en mi vida.
Cinco siluetas altas, muy altas, de unos tres metros, se
aproximaban hacia mí con paso decidido. Sus cuerpos se asemejaban a una fornida
figura humana, sin embargo, había algo muy extraño en ellos. Sus brazos y
piernas eran desproporcionadamente largos, y su cabeza era, sin duda, más
grande que una cabeza humana. No dediqué más tiempo a analizar a aquellos
seres, puesto que puse pies en polvorosa por el camino, pedaleando con la mayor
velocidad posible en dirección al pueblo. Cuando llegué a casa comprobé que me
había orinado encima.
Al día siguiente no asistí al instituto. Me desperté ardiendo y
con náuseas. Quería quedarme en casa, allí me sentía seguro. Quería estar lejos
de Jose y borrar de mi mente lo que había visto en el pantano. Se me erizaba el
vello de recordarlo. Transcurrieron dos días y no salí de casa. Me achaqué un
grave malestar físico que no tenía para que mis padres no me obligasen a salir.
Sin embargo, por la tarde, despertó en mí un valor hasta entonces
enterrado que me hizo acudir a casa de la abuela de Jose. Le encontraría y
obtendría la verdad. No me iría de allí sin saber lo que estaba pasando. Ya
bastaba de esconderse bajo las mantas.
Sobre las siete, toqué el timbre de su casa. Nadie respondió.
Salté la verja y busqué una ventana abierta. Pensé en que su abuela se
asustaría muchísimo si me viera actuar así, pero era necesario. La pequeña
ventana del cuarto de baño estaba abierta y me deslicé por ella. Suerte que
estaba delgado. Aterricé sobre las baldosas blancas. No había sonido que
perturbase la calma que reinaba en el hogar. Recorrí cautelosamente el salón,
la cocina, la cochera… nada. Decidí indagar en
los dormitorios cuando un sonido gutural y ahogado llamó mi atención. Provenía
de la habitación de la abuela. Conforme más me aproximaba, más audible se
hacía.
—¿Hola? —, llamé.
Nadie respondió.
Mi cuerpo comenzó a temblar. Llegué hasta la puerta, que estaba
entreabierta y puse mi mano sobre el pomo. Suavemente comencé a empujarla. No
estaba seguro de querer ver lo que había tras ella. Y entonces mis ojos se
agrandaron y mi piel palideció.
En la penumbra distinguí a la abuela de Jose, que yacía tendida
sobre la cama, jadeando con una palpable ausencia de energía vital, como si se
estuviera debatiendo entre la vida y la muerte.
—¡Señora! ¿Está bien?
Apreté el interruptor de la luz y me quedé helado. Una larguísima
cicatriz recorría su rostro, bordeándolo desde la frente hasta la barbilla.
Bajé la vista y comprobé que había otra desde su cuello hasta el dedo índice,
así como desde el muslo hasta los dedos del pie. La cubría un camisón, pero
intuí que aquellas cicatrices continuarían en el resto de su cuerpo. La mujer
se agitaba sobre las sábanas como un pez fuera del agua. Las sacudidas
adquirieron violencia y vi, horrorizado, como hincaba las uñas en el colchón.
Saqué mi móvil para llamar a urgencias. Mis manos temblaban y el
teléfono cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y un golpe seco en el tejado me
cortó la respiración. Corrí al salón y me escondí tras el sofá. Distinguía
claramente el sonido de unas pisadas toscas sobre mi cabeza. Fuese lo que fuese
estaba caminando sobre el tejado. Traté de relajarme y coger aire. Estaba
mareado. Las pisadas cesaron, pero fueron seguidas por otro golpe seco sobre el
pavimento de la entrada. Había saltado y estaba justo al otro lado de la
puerta. Y, entonces, entró. Se acercaba, oía sus pasos. Se frenó en la puerta
del salón. Sabía que estaba allí, seguro. Me hacía la espera como un cazador
furtivo. Pero no le daría pie a ello de nuevo. Salí de mi escondite. Jose me
analizó desde la entrada del salón.
—¿Qué le has hecho a tu abuela? —. Le
reproché con voz temblorosa, exprimiendo el poco valor que me quedaba.
Él encendió la luz y avanzó hasta el centro del salón, quedando
justo bajo la bombilla de la lámpara. Comprobé que las señales que surcaban su
rostro y que, hasta entonces, creí que eran quemaduras, ahora se veían como
cicatrices. Llevó sus dedos hasta ella y los hincó en la carne, una mano a cada
lado de la marca, y comenzó a tirar hacia lados opuestos. La cicatriz comenzó a
abrirse. Yo estaba enmudecido, aguanté las ganas de gritar. Él continuó
abriendo la herida, que se descosía poco a poco hacia la frente y la barbilla,
hasta quedar completamente despegada. Sujetó la piel y tiró hacia adelante.
Pero no vi una lámina de músculo y sangre, como esperaba. En su lugar, había
una piel blanquecina, translúcida y brillante. Continuó despegando toda la piel
de la cara y siguió con el resto de su cuerpo. Se acabó desprendiendo de la
carne como si estuviera saliendo del interior de un disfraz. Aquella figura de piel
translúcida con forma humana comenzó a estirarse cuando soltó la carne de mi
amigo, que cayó como un saco viejo al suelo. Un ser de tres metros de alto se
irguió ante mí, observándome desde la altura. Lo más traumático eran sus ojos,
pues seguían siendo los de mi amigo Jose, solo que no encajaban en aquel rostro
inhumano, de enorme cabeza. La fina línea que hacía de labio se entreabrió
dejando ver una boca sin dientes por la que se deslizó una lengua larga y fina.
Una voz resonó en mi mente. Nadie la emitía, pero podía oírla
perfectamente. Aquello me hablaba, de mente a mente.
“Ya ha empezado”, susurró. “Tu cuerpo es esperado con ansiedad por
los míos. Siente orgullo, pues vas a tomar parte, igual que tu amigo, en algo
tan grande que jamás comprenderías. Es el momento. Millones de años en las
profundidades de este planeta y ahora, nos toca a nosotros”.
La abuela asomó por el pasillo. Igual que Jose antes que ella,
había perdido la humanidad en su mirada.
Miré al ser de nuevo, sabiendo que había llegado el final. El
ambiente se tornó blanco. Un ligero olor a humo penetró en mi nariz. El calor
comenzó a caldear la estancia y todo se tornó rojo.
Solo quedaron ellos en mi campo visual y fueron lo último que vi
antes de desvanecerme: aquellos ojos vacuos de mi amigo Jose.
The Chapter Hunter
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