domingo, 21 de junio de 2020

Los ojos vacuos de mi amigo Jose


El incendio en casa de Jose tuvo eco en todos los rincones del pueblo. Ocurrió en diciembre y, como no podía ser de otra forma, el culpable fue un pequeño brasero bajo la mesa. Lo que vivió y sintió mi amigo aquella madrugada lo desconocía, pero, afortunadamente, tanto él como su madre, sobrevivieron. Y eso era lo único que me importaba hasta hace poco.

Jose estuvo una semana ingresado en el hospital con quemaduras de primer y segundo grado. Su madre se había llevado la peor parte, pues presentaba quemaduras de tercer grado en brazos, tórax y piernas.

Así que el hijo abandonó el hospital antes que la madre y se instaló en la casa de su abuela para continuar con sus estudios.

Aquella misma tarde me acerqué a verle con una bolsa de gominolas y la mejor de mis sonrisas. Di cinco toques a la puerta, reproduciendo aquel ritmo melódico que caracterizaba mis visitas. Enseguida comencé a escuchar las pisadas acompasadas de mi amigo aproximándose a la puerta. Se detuvo tras ella, posiblemente para ojear por la mirilla.

Jose, soy yo. Abre.

No hubo respuesta, ni física ni verbal.

Jose, soy Antonio. Ábreme -. Insistí.

Finalmente, abrió, cediendo el margen necesario para dejarse ver sin permitirme el paso.

Hola , musitó perdona, no te escuchaba bien y apenas reconocía tu voz.
Fruncí el ceño, extrañado ante tal explicación. Supuse que sería un efecto secundario de la medicación o quizás un síntoma del shock que había sufrido. Preferí no comentar nada.

¿Puedo pasar? inquirí.

Mi amigo abrió mucho los ojos y asintió enérgicamente con la cabeza, como si mi pregunta hubiese activado una repentina reacción encadenada en su cuerpo. Abrió la puerta y se apartó para dejarme entrar.

Nos acomodamos en el salón y dejé la bolsa de gominolas sobre la mesa. Él se sentó frente a mí con la cabeza agachada, mirándose los pies. Me resultó brusco encontrar así a Jose, pues él se caracterizaba por su simpatía y su labia, y ahora me había dado de bruces contra su cara opuesta. Me animé pensando en que todo volvería a la normalidad pasado un tiempo.

Bajo la luz que inundaba la habitación pude además comprobar su estado físico. Había señales visibles en su cara, muy leves, que surcaban la periferia de su rostro, recorriendo el tramo desde la frente hasta la barbilla. Oscuras ojeras habían ensombrecido su mirada y unas pequeñas rugosidades habían nacido sobre su frente. Se le notaba más pálido y su piel había perdido el brillo y la uniformidad típicas de la juventud. Parecía mayor ahora.

Intercambiamos tres frases mal contadas, no parecía muy dispuesto a mantener una conversación conmigo en ese momento. Llegó su abuela, que venía de hacer unas compras, y le reprochó a Jose no haberme ofrecido ni un vaso de agua. Reparé entonces en ese detalle. ¿Dónde había quedado la hospitalidad de mi amigo?

Los días siguientes transcurrieron envueltos por una atmósfera tan inusual que mi nivel de desconcierto no hacía más que incrementar. Jose asistió al instituto con normalidad, acudía puntual y saludaba al entrar. Sin embargo, su comportamiento era atípico e impropio de él. Se limitaba a sentarse en su silla, apoyar las manos sobre el pupitre y entrelazar los dedos, esperando a que empezara la clase, con la mirada fija en el profesor. No había miradas cómplices para nadie, ni siquiera para mí. Durante los descansos, despejaba su mesa y comenzaba a trazar formas imaginarias con el dedo índice sobre la madera, mientras su mirada vacía e inexpresiva ahuyentaba inconscientemente a cualquiera que se hubiese planteado acercarse a él.

Yo le preguntaba todos los días por su estado. Él me respondía que todo estaba bien, que no me preocupase. Pero yo sabía que no. Quizás hubo un fuerte golpe en la cabeza durante el incendio del que nadie me había hecho partícipe. Algo no funcionaba con normalidad en su cerebro, eso estaba claro.

Tampoco me esperaba al finalizar las clases, cuando antes del accidente no había día que se marchase sin mí. Decidí seguirle y vi, para mi asombro, que se desviaba hacia el camino que conducía a las afueras del pueblo, en dirección al pantano. La primera vez pensé que iría a pasear, deseoso de estar solo y tranquilo, pero cuando aquel hábito comenzó a repetirse día tras día, pasó de mundano a anómalo.

Empezaba a obsesionarme. La inestabilidad comenzó a adueñarse de mi mente en el momento en que las ideas inverosímiles aparecieron en mis sueños y pensamientos. Ese no era Jose. Mis padres trataron de restar importancia a la situación, alegando que mi amigo estaba pasando por una fase complicada, que se pondría bien y volvería a ser el de antes.

Un día decidí ir directamente a casa de su abuela cuando salí del instituto, con la intención de esperarle a que volviera de aquel paseo rutinario por el pantano. Agradecí haberme llevado un bocadillo porque no apareció hasta medianoche. ¿Qué había estado haciendo allí durante tantas horas? Me escondí cuando llegó. No quería toparme con su mirada. Había cogido miedo a sus ojos vacuos.

Durante el fin de semana no le llamé, no le busqué, no quise saber nada de él. Pero la tarde del domingo, cogí mi bici y pedaleé hasta el pantano, siguiendo el camino que él tomaba cada día. Este me llevó hasta una zona donde había un pequeño embarcadero abandonado. Me escondí tras unos arbustos y esperé a que apareciese. Por fin descubriría lo que hacía por allí.

Comenzó a oscurecer. Todo estaba tranquilo. Escuchaba el murmullo del agua y el ulular de alguna lechuza. Un conejo cruzó el camino. Pero no había ni rastro de mi amigo.

“Hay que joderse”, pensé indignado. “¿Hoy no te apetecía pasear?”.

Aguanté en el mismo sitio un buen rato más, hasta que mi estómago comenzó a rugir y saqué el paquete de galletas de la mochila. Empecé a comer, intentando no hacer mucho ruido al masticar. Iba ya por la octava galleta, con la mirada perdida en algún punto del agua mientras masticaba, cuando una sensación fría y extraña me sacudió la nuca y recorrió mi cuerpo, erizándome el vello. Me volví bruscamente y sentí cómo el corazón me intentaba salir por la garganta. Ahí estaba Jose, justa tras de mí, en cuclillas, aguijoneando mis pupilas con las suyas. El terror del momento hizo que apretase mi mano en torno al paquete de galletas, machacándolas.

Dime , musitó ¿qué esperas encontrar?

Su presencia me incomodaba demasiado. Podría ser mi imaginación, pero parecía desprender una esencia turbia, marchita, nauseabunda De repente fui consciente de que tenía ganas de vomitar. Ansiaba con todo mi ser mantenerme alejado de él. Me incorporé de un salto y me aparté. Él hizo lo propio, sin bajar la mirada, sin cortar ese lazo visual que habíamos establecido. Los escalofríos se hicieron mella en mi cuerpo, una y otra vez. Temblaba. ¿Qué estaba pasando? Era incapaz de articular palabra alguna, mis cuerdas vocales se habían congelado. Busqué mi bici con la mirada, ¿dónde la había escondido? Quería salir corriendo, me arrepentí de haberle esperado. Le odiaba. Le quería a kilómetros de mi espacio vital.

¡Lárgate! . Grité mientras avanzaba tratando de encontrar la bici.

Por el rabillo del ojo, comprobé que no se movió. Seguía estático en el mismo sitio donde le dejé, ahora de espaldas a mí. Continué mi barrido visual por la zona, desesperado. ¿Dónde estaba la maldita bicicleta? Entonces, un fuerte chapoteo me hizo girar automáticamente sobre mis talones, sintiendo cómo el corazón me latía desorbitado en el pecho.




Cuando miré hacia atrás, comprobé que Jose ya no estaba, y el agua en la orilla oscilaba violentamente, como si una gran piedra se hubiese estrellado contra su superficie. Sentía el terror corriendo por todas mis venas. Solo escuchaba mi respiración agitada y el sonido del agua volviendo a su estado natural de calma. ¿Realmente se había zambullido en el pantano? Ya no sabía si era real lo que estaba viviendo o, por el contrario, me estaba volviendo loco. Entonces fue cuando ocurrió. Comencé a percibir el movimiento del agua y cómo algo salía de ella. Lo escuché una, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces más antes de darme la vuelta. Cinco formas sólidas acababan de emerger del pantano y yo no tenía fuerzas para volverme a mirar lo que eran. Entonces distinguí una de las ruedas de mi bici en el suelo, tras un árbol. Corrí hacia ella mientras escuchaba claramente como el agua se abría paso entre las extremidades (o lo que fuera) de aquellos bultos que caminaban dando grandes zancadas hacia la orilla. Cuando agarré la bici y me senté sobre el sillín, reuní el coraje necesario para mirar hacia atrás. Y fue lo peor que pude hacer en mi vida.

Cinco siluetas altas, muy altas, de unos tres metros, se aproximaban hacia mí con paso decidido. Sus cuerpos se asemejaban a una fornida figura humana, sin embargo, había algo muy extraño en ellos. Sus brazos y piernas eran desproporcionadamente largos, y su cabeza era, sin duda, más grande que una cabeza humana. No dediqué más tiempo a analizar a aquellos seres, puesto que puse pies en polvorosa por el camino, pedaleando con la mayor velocidad posible en dirección al pueblo. Cuando llegué a casa comprobé que me había orinado encima.

Al día siguiente no asistí al instituto. Me desperté ardiendo y con náuseas. Quería quedarme en casa, allí me sentía seguro. Quería estar lejos de Jose y borrar de mi mente lo que había visto en el pantano. Se me erizaba el vello de recordarlo. Transcurrieron dos días y no salí de casa. Me achaqué un grave malestar físico que no tenía para que mis padres no me obligasen a salir.

Sin embargo, por la tarde, despertó en mí un valor hasta entonces enterrado que me hizo acudir a casa de la abuela de Jose. Le encontraría y obtendría la verdad. No me iría de allí sin saber lo que estaba pasando. Ya bastaba de esconderse bajo las mantas.
Sobre las siete, toqué el timbre de su casa. Nadie respondió. Salté la verja y busqué una ventana abierta. Pensé en que su abuela se asustaría muchísimo si me viera actuar así, pero era necesario. La pequeña ventana del cuarto de baño estaba abierta y me deslicé por ella. Suerte que estaba delgado. Aterricé sobre las baldosas blancas. No había sonido que perturbase la calma que reinaba en el hogar. Recorrí cautelosamente el salón, la cocina, la cochera nada. Decidí indagar en los dormitorios cuando un sonido gutural y ahogado llamó mi atención. Provenía de la habitación de la abuela. Conforme más me aproximaba, más audible se hacía.

¿Hola? , llamé. Nadie respondió.

Mi cuerpo comenzó a temblar. Llegué hasta la puerta, que estaba entreabierta y puse mi mano sobre el pomo. Suavemente comencé a empujarla. No estaba seguro de querer ver lo que había tras ella. Y entonces mis ojos se agrandaron y mi piel palideció.

En la penumbra distinguí a la abuela de Jose, que yacía tendida sobre la cama, jadeando con una palpable ausencia de energía vital, como si se estuviera debatiendo entre la vida y la muerte.

¡Señora! ¿Está bien?

Apreté el interruptor de la luz y me quedé helado. Una larguísima cicatriz recorría su rostro, bordeándolo desde la frente hasta la barbilla. Bajé la vista y comprobé que había otra desde su cuello hasta el dedo índice, así como desde el muslo hasta los dedos del pie. La cubría un camisón, pero intuí que aquellas cicatrices continuarían en el resto de su cuerpo. La mujer se agitaba sobre las sábanas como un pez fuera del agua. Las sacudidas adquirieron violencia y vi, horrorizado, como hincaba las uñas en el colchón.

Saqué mi móvil para llamar a urgencias. Mis manos temblaban y el teléfono cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y un golpe seco en el tejado me cortó la respiración. Corrí al salón y me escondí tras el sofá. Distinguía claramente el sonido de unas pisadas toscas sobre mi cabeza. Fuese lo que fuese estaba caminando sobre el tejado. Traté de relajarme y coger aire. Estaba mareado. Las pisadas cesaron, pero fueron seguidas por otro golpe seco sobre el pavimento de la entrada. Había saltado y estaba justo al otro lado de la puerta. Y, entonces, entró. Se acercaba, oía sus pasos. Se frenó en la puerta del salón. Sabía que estaba allí, seguro. Me hacía la espera como un cazador furtivo. Pero no le daría pie a ello de nuevo. Salí de mi escondite. Jose me analizó desde la entrada del salón.

¿Qué le has hecho a tu abuela? . Le reproché con voz temblorosa, exprimiendo el poco valor que me quedaba.

Él encendió la luz y avanzó hasta el centro del salón, quedando justo bajo la bombilla de la lámpara. Comprobé que las señales que surcaban su rostro y que, hasta entonces, creí que eran quemaduras, ahora se veían como cicatrices. Llevó sus dedos hasta ella y los hincó en la carne, una mano a cada lado de la marca, y comenzó a tirar hacia lados opuestos. La cicatriz comenzó a abrirse. Yo estaba enmudecido, aguanté las ganas de gritar. Él continuó abriendo la herida, que se descosía poco a poco hacia la frente y la barbilla, hasta quedar completamente despegada. Sujetó la piel y tiró hacia adelante. Pero no vi una lámina de músculo y sangre, como esperaba. En su lugar, había una piel blanquecina, translúcida y brillante. Continuó despegando toda la piel de la cara y siguió con el resto de su cuerpo. Se acabó desprendiendo de la carne como si estuviera saliendo del interior de un disfraz. Aquella figura de piel translúcida con forma humana comenzó a estirarse cuando soltó la carne de mi amigo, que cayó como un saco viejo al suelo. Un ser de tres metros de alto se irguió ante mí, observándome desde la altura. Lo más traumático eran sus ojos, pues seguían siendo los de mi amigo Jose, solo que no encajaban en aquel rostro inhumano, de enorme cabeza. La fina línea que hacía de labio se entreabrió dejando ver una boca sin dientes por la que se deslizó una lengua larga y fina.

Una voz resonó en mi mente. Nadie la emitía, pero podía oírla perfectamente. Aquello me hablaba, de mente a mente.

“Ya ha empezado”, susurró. “Tu cuerpo es esperado con ansiedad por los míos. Siente orgullo, pues vas a tomar parte, igual que tu amigo, en algo tan grande que jamás comprenderías. Es el momento. Millones de años en las profundidades de este planeta y ahora, nos toca a nosotros”.

La abuela asomó por el pasillo. Igual que Jose antes que ella, había perdido la humanidad en su mirada.

Miré al ser de nuevo, sabiendo que había llegado el final. El ambiente se tornó blanco. Un ligero olor a humo penetró en mi nariz. El calor comenzó a caldear la estancia y todo se tornó rojo.

Solo quedaron ellos en mi campo visual y fueron lo último que vi antes de desvanecerme: aquellos ojos vacuos de mi amigo Jose.

The Chapter Hunter

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